martes, 23 de julio de 2024

12 ARTICULOS EN BUSCA DE UN LECTOR -PSICOLOGIA Y SOCIEDAD

 



    Índice

La realidad como Jano y el malentendido fundamental……………………….3

La sociedad en tiempos de incertidumbre……………………………………..6

Ideología, política y sociedad………………………………………..………..9

La unanimidad de pensamiento como verdad sospechosa……..… ................11

La obsesión del pensamiento único………………………………………….13

El pensamiento totalizante…………………………….……………………..15

Ideología y realidad…………………………………………...……………..17

El miedo a la libertad………………………...………………………………20

El pensamiento antagónico y el espíritu de facción……………………….....22

La naturaleza de la polémica en las sociedades antagónicas..…….................24

Cultura, liderazgo y tribalismo…………………………….………………...26

Nosotros y los cambios……………………………………………………....28

 

© by AFG (2024)

Con algunas modificaciones estos artículos fueron seleccionados de entre muchos otros publicados oportunamente en la sección “Opinión” del diario “La Capital” de Mar del Plata, entre el 2011 y el 2021

 

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La realidad como Jano
y el malentendido fundamental

  

“Propongo para pensar la realidad, lo “material” que nos entorna, dividirla en “realidad real” (o exterior) y “realidad percibida” (o interior), que es una realidad construida sobre la base de la realidad real. “– Xavier Xilo Salinas

La realidad como Jano

Jano (Ianus) era un dios de la mitología romana que tenía dos caras mirando hacia ambos lados de su perfil.  Era el dios de las puertas, los comienzos y los finales. La realidad como Jano tiene dos caras que tienen continuidad, pero están en las antípodas del proceso que va del objeto al sujeto. 

La realidad percibida es por fuerza la interpretación subjetiva de lo objetivo más lo proyectado sobre el afuera real. Pero lo objetivo es en tanto cosa exterior percibida y por tanto subjetivada.

La cosa por fuera y anterior al acto de ser percibida por el sujeto es la cosa “en sí”, y no puede ser llamada aún objetiva, sino en todo caso “lo existente pre-supuesto” (existente literalmente quiere decir ente externo), presupuesto porque solo podemos imaginarlo, suponerlo retrospectivamente anterior a nuestra llegada como sujetos percipientes.

En el momento en que miramos la cosa transformamos lo “existente” (objeto en sí) en “objetivante” (objeto para mí) y por tanto en un algo que será interpretado por nuestra subjetividad y será investido, en ese acto, por nuestras proyecciones cognitivas y afectivas. 

El malentendido fundamental

Pero el problema es que en el acto de percibir se crea espontáneamente un “malentendido” con nosotros mismos: creemos que lo objetivo es lo existente, es decir confundimos lo percibido con la esencia de la realidad real (accesible solo parcialmente a través de un esfuerzo crítico intelectivo). 

Esa confusión hace que creamos que lo que pensamos de lo que vemos y conocemos es “la única verdad” porque es justamente la ilusión de la objetividad fundida con la existencialidad de la cosa. Un conocido caudillo político solía repetir que “la única verdad es la realidad”.

¿Pero de qué “realidad” hablaba? Sospecho que de la realidad tal como la percibía desde su mirada corporativa. Sin embargo, la existencialidad de la cosa misma, más allá de la materialidad fáctica, es susceptible de múltiples “objetividades” subjetivadas como sujetos percipientes haya. 


La “objetividad” grupal y la ilusión de pertenencia corporativa 

Vale decir que algunos de esos sujetos pueden edificar una ideología común y por tanto participar de una “objetividad grupal” (devenida del condicionante subjetivo, también conocido como “sesgo confirmatorio”): es el caso como vengo diciendo de los grupos ideologizados, sectarizados que tienden al pensamiento único. Ellos al ver todos “lo mismo” por efecto del marco interpretativo doctrinal corporativo y significarlo de la misma manera refuerzan la ilusión de la coincidencia de la “realidad real” (el objeto “existente” en sí) con la realidad subjetivada (el objeto “objetivante” para mí). Experimentos de psicología social, han mostrado como el hecho de la coincidencia de opinión de muchos funciona como la confirmación de una “verdad objetiva” exterior. Si muchos ven y piensan lo mismo debe ser que están en lo correcto y los otros, las minorías que ven y piensan otra cosa, se equivocan.

Es el “efecto religioso” (el término “religare” reconoce el significado de “reunir lo disperso, el rebaño de fieles): para todos los que creen en un Dios, lógicamente Dios existe, resulta “natural” y obvio ya que -como creía el racionalismo cartesiano- el mismo pensamiento en Dios, una entidad perfecta, es la confirmación de su existencia. René Descartes afirmaba que el hombre no era perfecto, ya que dudaba ante el conocimiento potencial, pero al pensar en Dios poseía la idea de algo perfecto. Como -razonaba el filósofo del siglo XVII- es imposible que algo perfecto surja de algo imperfecto, ¿de dónde podía haber extraído entonces el hombre la idea de Dios? Tuvo que ser de una realidad, un ser perfecto, que existía en forma externa e independiente de su conciencia. Por este curioso entramado silogístico concluye que la existencia de Dios era la causa de la idea que el hombre tiene de tal perfección absoluta. La misma lógica se verifica en los fanatismos ideologizados, los fundamentalismos místicos, políticos, religiosos o sociales, enmarcados en verdades “evidentes” según el cristal con que se las mire, o mejor dicho verdades ilusoriamente evidentes. Por esta convicción creencial ilusoria se ha llegado a cometer los crímenes y las atrocidades más terribles de la Historia de la Humanidad.

Psicología del pensamiento colectivo: del malentendido a la profecía autocumplida

La psicología del pensamiento colectivo muestra como el solo hecho de pensar grupalmente en algo tiende a “confirmar” su existencia. Es el poder mágico de las ideas cuando están atravesadas por la mística del afecto compartido y la emoción elemental de la horda primitiva, alejada de la razón analítica que intenta descentrarse para apenas rozar modelos hipotéticos de la cosa en sí, el existente. Un tremendo y dramático malentendido. Este malentendido es fundamental porque no solo se asienta en los fundamentos de una red de creencias autoreforzadoras de su propia lógica, sino que a la vez crea constantemente nuevos fundamentos a manera de confirmación de aquellas creencias, utilizando una dinámica similar a lo que la sociología llama “profecía autocumplida”.

imagen:  https://imvalencia.wordpress.com/wp-content/uploads/2011/12/janus.jpg 

 

 

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La sociedad en tiempos de incertidumbre


(De cuando el pasado es un presente continuo sin proyecto que embarga el futuro)

 

“El hombre es un ser de tiempo percibido. El tiempo lo atraviesa y lo ubica en una escena siempre por venir.  Trabajamos no para lo que somos sino para lo que seremos, siempre persiguiendo un cambio, un porvenir con forma de proyecto. Si desaparece, la vida es vacío en un presente continuo”   - Alberto Relmú 


E

l “principio de incertidumbre” en la física de la mecánica cuántica, o relación de indeterminación de Heisenberg, establece la imposibilidad de determinar la posición exacta de una partícula y su momento lineal. Es decir, la imposibilidad de que determinados pares de magnitudes físicas observables y complementarias, sean conocidas con precisión arbitraria” (cf. Wikipedia) El principio de incertidumbre, además, afirma que el mero hecho de observar una partícula, la modifica. Y bien, no pretendo trasladar “mecánicamente” (ya que de “mecánica cuántica” veníamos hablando) la incertidumbre respecto al movimiento y posición de una partícula, a la que generan nuestras sociedades con sus preguntas acerca del futuro inmediato y mediato.  Los años de pandemia, la crisis socioeconómica y social consecuente, -por acción u omisión de las medidas gubernamentales en el mundo- han potenciado globalmente la incertidumbre social, que en dosis más bajas está normalmente presente en la vida de los hombres.

 El proyecto, esencia del tiempo humano en movimiento 


La palabra “proyecto” deriva del latín “pro-iectus” y significa “lanzado hacia
adelante, que avanza”. El proyecto es la esencia de hombre en la búsqueda del sentido de la vida, que lo diferencia del resto de los animales que viven en un presente continuo, aunque anticipen escenarios por efecto del aprendizaje y los reflejos condicionados, al menos hasta donde sabemos. 

La Psicopatología y la Psiquiatría, han enfatizado la importancia del “proyecto de vida” y el papel que el manejo y la planificación del tiempo propio, tienen en la salud mental y el confort emocional de las personas. 

Hoy, muchas sociedades perciben que carecen de un sólido proyecto colectivo motivador que ilusione y cohesione al ciudadano con sus pares, más allá de las pluralidades de miradas ideológico-culturales. 

Un proyecto implica la necesidad de planificar hechos y situaciones que aún no son reales, pero que existen en nuestras cabezas, por lo que implica un ejercicio vital propio del ser humano: la imaginación. Imaginamos cómo seremos, lo que haremos y dónde en un lapso corto, mediano o largo. Imaginamos cómo se verá nuestra forma de ser y hacer en un espacio tiempo virtual, que sólo es prerrogativa humana: la idea de futuro. Sin una idea de futuro, el colectivo social sólo vive un presente continuo, anclado paradojalmente en los mitos y relatos del pasado, en un carnaval de siniestros “dejá vu”, que nos arroja a la noria tóxica de la frustración y el escepticismo cotidiano.

Y es esa misma idea la que modela nuestro actuar en el presente y su ausencia o su cuestionamiento por la incertidumbre derivada de las crisis recurrentes en nuestra sociedad contradictoria,  nos paraliza, nos atemoriza y frente a esa sensación de incomodidad, la reacción mayoritaria es la de “salir al toro”, confrontar con eso que nos amenaza, venciendo al miedo y paradojalmente  para afirmar nuestro proyecto (que es tiempo, plan, acción y espera de los resultados) nos abrazamos al puro presente para sólo “vivir el momento”, no sin dejar de añorar un pasado mítico, ya que el mañana aparece como mera incertidumbre. Pareciera una suerte de oxímoron, una metáfora de los tiempos de crisis existencial. Todo muy humano. Y la incertidumbre prolongada -como hemos dicho, por distintos factores convergentes: pandemia, guerra, inflación, pobreza, inseguridad, inestabilidad política- se realimenta a sí misma creando las condiciones para el estrés crónico con todos los efectos psicosomáticos deletéreos asociados a la misma.  

La tribalidad ideológica sectaria como refugio ante la incertidumbre 

Dudas, deseos, miedos, apetitos, disputas de intereses y confrontaciones ideológicas o seudoideológicas en las crisis, alimentan cada día los noticieros del mundo, matizados con los previsibles y agobiantes informes de las idas y vueltas de una ya cada vez más lejana y deshilachada pandemia, utilizada muchas veces como ariete político oportunista, al tiempo que, alimentando viejas ideas autoritarias, xenófobas y de conspiraciones delirantes. ¿Negacionismo y necedad mezclado con superchería, misticismo e ignorancia? Si, claro, también todo muy humanamente previsible.  El Hombre es un simio enigmáticamente evolucionado cuya esencia animal es la emocionalidad reactiva ligada a la biología y que en un esfuerzo notable de la filogenia ha logrado un aceptable nivel de racionalidad, aunque siempre sometida a la creencia y a la afectividad, las que solo ceden un poco ante el desafío impertinente de la ciencia. Aun los que nos consideramos duros agnósticos y allende el misticismo religioso, cada tanto descubrimos que cedemos concesivos ante la fascinación del pensamiento mágico, como los niños pequeños que prescinden de la causalidad y somos hijos de la motivación amarrada al deseo más trivial y vulgar. 

Al fin y al cabo, de carne somos y la libertad absoluta (que es mera ilusión) nos da miedo, por eso la falta de certezas derivada de la pandemia nos aterra y buscamos combatirla con otra ilusión: la del determinismo (“Esto ya estaba escrito que iba a suceder porque…”, etc.) o el fatalismo (“La Humanidad se va a autodestruir y agrede al Planeta...”, etc.) También con la omnipotencia del orden y la determinación autoritaria (“Hay que obligar a la gente a…”, etc.  y “Se necesita alguien fuerte que ponga orden y …” ·, etc.). 

Otras tribus muy populares, aunque minoritaria pero intensa y ruidosa son los “negacionistas” y los “conspiranoicos”: en su necedad, los primeros negaban la existencia del virus que agobió globalmente, o simplemente temían a las vacunas, y los segundos rechazaban todo control y se negaban a vacunarse, porque remitían todo a una gran conspiración político-empresarial (sic) de manipulación comercial. Cuando algo genera incertidumbre emerge el miedo y la ansiedad y se recurre a una defensa siempre eficaz a corto plazo: la presunta certeza de una creencia dogmática a la que nos aferramos para tranquilizarnos, aunque sea la peor de las explicaciones posibles.  Preferimos la certeza inventada a la duda real. El Destino, aunque atroz, es más cómodo que la idea del azar o el caos de las acciones contingentes.

Los falsos dilemas: el fundamentalismo libertario 

Pero quizás, la más interesante de la “tribus” seudoideológicas que hoy ocupan las primeras planas de los medios es la de los “libertarios” fundamentalistas, militantes susceptibles que piensan que cualquier restricción socioregulatoria amenaza y vulnera su idea un tanto “naif” de libertad, apoyándose en falsos dilemas. La libertad del hombre es posible en sociedad (por tanto, Robinson Crusoe no era totalmente libre en su isla). La paradoja de la libertad es que somos libres en tanto “esclavos” de la Ley (que no del decreto o la voluntad arbitraria del Dictador o el Tirano) La Ley es humana (no hay Ley Divina en sentido estricto, sino Dogma) y por tanto falible y modificable en el consenso de las democracias. Con el criterio extremo de los “fundamentalismos libertarios”, la luz roja de un semáforo que me “obliga” a detenerme, es un atentado a mi libertad de seguir cruzando la calle. La afirmación se niega a sí misma por el absurdo, ya que todos entienden el peligro para la vida de propios y terceros, pero en esencia es la misma lógica de quienes, más allá de sus creencias, sugieren que, si me piden un certificado de vacunación para determinadas actividades inclusivas, atentan contra mi libertad. Pues bien, nadie obliga a un conductor a conducir un vehículo, pero si lo hace debe respetar las reglas del juego, como el futbolista las reglas del fútbol. Así también nadie obligará por la fuerza a vacunarse a quién no quiera, pero deberá aceptar las restricciones de las reglas consensuadas de la sociedad y sus instituciones, o vivir en la isla de Crusoe, con el que seguramente tendría algunos conflictos de convivencia. Un tema un tanto más complejo de resolver en el plano del Derecho y la libertad es la negativa de los padres que por sus creencias eluden los planes del calendario de vacunas de la infancia, asunto que excede el objetivo de esta nota y las expertise y conocimiento del autor. 

Somos seres contingentes amalgamados con innegables factores deterministas como la herencia y la educación familiar. También por suerte o por desgracia seres de cultura que, abrazados a las creencias y las tradiciones, nos motivamos (cosa distinta a la causalidad) para ciertas metas y por tanto conscientemente o no construimos “profecías autocumplidas”. Somos en parte lo que creemos que somos y sobre todo lo que los demás creen ver en nosotros. Otra vez la vida en sociedad, que avanza y crece si hay imagen de futuro posible, que confronte y limite a la siempre turbadora incertidumbre. 

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 Ideología, política y sociedad

 

La única verdad es que no hay una verdad única, que se pretenda indiferenciada con la realidad”-  A.Relmu                                                                                                                   

“Nada se parece más al pensamiento mítico que la ideología política”- Claude Lévi Strauss

 

El “ideologismo” como relato de identidad social 


Esencia misma de la vida, las mudanzas de los paradigmas socioculturales y políticos son el claro indicio de la evolución de las ideas y los sistemas sociales. Cambiantes los significados cotidianos mutan con el devenir de las costumbres y la reformulación de los valores que acontece en cada época y cultura. Nada en el mundo real permanece igual a sí mismo a lo largo del tiempo. Paradójicamente nuestro ser-en-el-mundo debe cambiar para seguir siendo el mismo en su identidad personal. Cambiar la percepción de los hechos que bajo un ropaje en apariencia similar sin embargo son diferentes en su esencia a los que los antecedieron históricamente. Decíamos en otro lugar: “para conservar los valores éticos básicos, por ejemplo, la justicia, la libertad o la verdad, las personas deben cambiar las creencias sobre las que aquellos valores se asentaron en otras épocas”. Parafraseando a Juan de Mairena, el personaje literario de Antonio Machado: 


“- ¡Que época gloriosa aquella de las viejas consignas!...

- ¿Pero, qué época era esa?...

- Una época en que precisamente esas consignas no eran viejas”.

 

El discreto encanto de las ideologías


Una ideología es un sistema de pensamiento coherente y congruente en torno a una escala única de percepción axiológica sociocultural que genera creencias ético-morales. Las hay políticas, sociales, religiosas, ecológicas, estilos vitalistas, etc. Cuando estas creencias se cristalizan a pesar del cambio de los contextos y los sistemas, es la negación de la realidad concreta la que toma el comando del ser, dando paso a los “fundamentalismos ideológicos” o ideologismos, que no se sostienen en el cambio de las señales exteriores sino en un dogma sacro abonado por la fe, en cualquier nivel de la actividad humana. 


Quien acaso antes podía mostrar intelección flexible y racional, silenciosamente irá alienándose en el sistema de creencias que ahora tiene al ser como rehén y lo aleja de la libertad de cambiar de pensamiento. Como dice Jean Cottraux: “Cuanto más una creencia es puesta en duda por la realidad, el grupo que la sostiene más considera que está en lo cierto”. Pero a diferencia de las seudoideologías como el “populismo”, que distorsiona intencionalmente la realidad con un “relato” incoherente carente de “discurso”, y cuyo único valor es el poder mismo, los fundamentalismos genuinos se caracterizan por un “discurso único de creencias apriorísticas”, que forman parte de un “núcleo duro” coherente. Sin embargo, en ambos casos la percepción del entorno desconoce, niega o distorsiona el claroscuro de la realidad cambiante. 

Antes como objeto poseído que, como sujeto poseedor, el “hombre ideologista” no habla, es hablado por el texto sagrado. Cuestionarlo pondría en entredicho ciertas columnas donde se asienta la identidad del sujeto.  El ser de la persona se amalgama en una nueva identidad construida sobre un discurso que dará cuenta del mundo a partir de la emergencia de un personaje interior que se apodera del sujeto, constriñendo incluso aspectos de su personalidad: el de “militante doctrinal”, que establece consigo mismo una relación de autoconvencimiento que no le permite dudar acerca de sus certezas respecto de “como es” (sic) el mundo y la sociedad.

La paradoja del ideologismo y sus dilemas


La paradoja del dogma ideologista es que se constituye como un sistema cerrado que no puede percibirse a sí mismo como tal, por lo que carece de la posibilidad de autocrítica, y solo en este sentido se asemeja por algunos mecanismos a la lógica de la paranoia.

No admite relativismo porque el ser funciona ahora con la lógica binaria del “todo o nada” y la percepción de la realidad responde a una mirada totalizadora y de intención totalizante, donde lo que no entra en la doctrina es ubicado fuera como amenaza peligrosa: es la lógica del fanático. Para el ser cristalizado en el prejuicio ideologista, las cosas son siempre antinómicas, siendo el máximo exponente la dualidad “amigo-enemigo”: el dilema del “o estás conmigo o estás en mi contra”, porque el ser se consagra al credo que se ha adoptado y la alteridad del “discurso” ajena muda al semejante en diferente, y de adversario ocasional pasará a potencial “enemigo” que por decir distinto amenaza una verdad única y totalizante que lo edifica. La lógica binaria del mundo tiene necesidad de etiquetar los hechos y los comportamientos para identificarlos con arreglo a mi sistema y clasificarlos para saber “de qué lado están” 

Así, las personas serán, para el ser doctrinal, políticamente “progresistas” o “reaccionarias”, de “derecha” o de “izquierda”, moralmente “buenas” o” malas”, socialmente “egoístas” o “generosas”, culturalmente “cultas” o “ignorantes”, etc. Este proceso de constante etiquetado y partición dilemática, se da con una lógica clasificatoria de inclusiones secundarias por indicadores; vestir de determinada manera o escuchar determinada música, leer determinado diario, etc. fija al otro en una posición sectorial y lo deja incluido en una de las dos categorías fundamentales ordenadoras de un mundo percibido como una dualidad antagónica en lucha. El triunfo de un extremo significa la derrota del otro.  Es la historia recurrente de “la grieta” del ustedes y nosotros, la ilusión protectora de pertenencia grupal. Mi ser incluido en una totalidad imaginaria me trasciende, me sostiene y me completa, ya que nada soy sin los que piensan y sienten como yo. Sin la fe en la doctrina que me abraza con la emocionalidad del oso no puedo sostener la angustia de la duda, el vacío de la incertidumbre, la frialdad de lo relativo, la insobornable neutralidad de la razón.  Enajenado en el empeño de dar lo que no se tiene a lo que tampoco es lo que parece, el ser del fanático sucumbe necio al dilema de hierro que define su existencia: creer o no existir. 

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4

La unanimidad de pensamiento 

como verdad sospechosa

(El valor de lo plural en la búsqueda del consenso) 

“Que la boca mentirosa incurre en tan torpe mengua, que solamente en su lengua es la verdad sospechosa” -Juan Ruiz de Alarcón: La verdad sospechosa

“La verdad es la verdad, dígala, Agamenón, o su porquero. -

Agamenón: - Conforme.

El porquero: - No me convence.” - Antonio Machado: 


Unanimidad quiere decir “coincidencia de ánimo”, concurrencia unívoca de voluntades y convicciones, encuentros de conveniencias y/o concordancias de creencias. Por fin, la unanimidad podría emerger de una sobredeterminación ajena o externa a los sujetos, devenidos en objetos animados por circunstancias sin opción.

Aunque en este último caso la unanimidad pasa a ser un efecto obligado por el sentido común: si hay fuego en la sala de un cine, todos unánimemente -salvo el suicida- querrán salir de ese lugar.

Por lo dicho, una actitud unánime puede darse en circunstancias extremas, por dogmatismo sectario, en ocasiones especiales o por temas de tal fuerza emocional o racional, que todos los implicados al momento coinciden. Sin embargo -y por la simple razón de la diversidad y el pluralismo de personalidades, historias personales, creencias, intereses, ideologías y opiniones “a la violeta”, lo normal es -si se me permite el término- la “pluranimidad” y lo raro la unanimidad. En todo caso las ocasiones unánimes suelen ser contingentes, limitadas temporalmente y duran lo que dura la situación de la que emergen.

El pensamiento único y la vida de los otros

Si hay una obsesión que define más claramente a los gobiernos populistas demagógicos, los regímenes autoritarios y muy especialmente a los totalitarismos político-religiosos, como los integrismos teocráticos y las ideologías totalizantes como el comunismo o el nazi-fascismo, es la constante búsqueda final de una supuesta unanimidad de pensamiento en la búsqueda de la verdad política. Esa unanimidad es absurda pero eficaz a la hora de manipular las voluntades. Es el sueño terrible del reinado del pensamiento único, moldeado por acción propagandística sistemática y por omisión de una parte de la realidad, a la manera de un objeto de producción en serie. Los instrumentos para esa mítica meta son la coacción, el terror, la mentira, la propaganda sugestiva y el pensamiento mágico.

Por lo contrario, si hay algo esencial que caracteriza a las sociedades abiertas, laicas y democráticas -donde el derecho humano principal es el de la persona como entidad individual- esa es la diversidad de ánimos y la multiplicidad de opiniones, algunas semejantes, otras muy diferentes. 

Opinar libremente es comunicar intuiciones sin obligación de ser rigurosos, exponer impresiones informales y miradas existenciales sobre el mundo. Ni siquiera en los límites y alcances del sistema que las contiene a todas, los actores concurren con unanimidad de criterio.

Esa curiosa y elástica característica es precisamente la que hace a los sistemas abiertos, vivos y en cambio y renovación permanente. Es lo que marca un abismo moral y ético entre el respeto por el otro y la manipulación del otro como objeto.

La diferencia entre ser ciudadano u hombre masa. También es la que permite el crecimiento de la inteligencia social y la creatividad productiva sostenida en la libertad de los actores y no en el temor a un sistema coercitivo.

Es decir, la “nounanimidad” o “pluranimidad” es motivadora en sí misma.  Pero todo esto no significa una apología del constante desencuentro. Para nada. Porque la no unanimidad de partida o presupuesta, no implica que no se coincida en determinadas reglas básicas estratégicas que evitan caer en los dilemas paralizantes y por lo tanto son esas normas culturales y reglas institucionales las que coadyuvan para mudar las pluranimidades existentes en consensos tácticos que permiten construir soluciones estratégicas de interés común.

La unanimidad sospechosa

Y bien, si aceptamos que toda unanimidad “total” (valga este aparente pleonasmo que en verdad no lo es) es decir que implique la totalidad del “universo” considerado, tiene por fuerza una vida fugaz, solo la coacción o la mentira pueden pretender clonar los pensamientos y alinear (alienando) las ideas en una sola que las pretenda subsumir y conculcar.

Los grupos llamados “primarios” (como la familia endogámica o las sectas, cuyos individuos está ligados por fuertes lazos emocionales directos y/o por identificaciones indiscriminadas) manifiestan una tendencia “natural” a crear y alentar climas psicológicos de pensamiento clonal, sostenidos en estados anímicos especulares (en espejo).

Estos grupos tienden a alienarse, al ser uno-en-el-otro, es decir a con-fundirse en la imagen del par. Así el imaginario (palabra que deriva de imagen) totalizante es la búsqueda del ideal de la unanimidad.

Como he dicho antes y vale la pena reiterarme: los ideologismos dogmáticos y fundamentalistas extremos impulsan el pensamiento único oficial como equivalencia de verdad y castigan (a veces hasta con la muerte) los desvíos del pensamiento “equivocado” (sic) por eso hablan cínicamente de “re-educación”. Similar actitud de desagrado e intolerancia frente al pluralismo de ideas, aunque con efectos menos dramáticos, encontramos en los gobiernos populistas, de índole personalista (cualquier semejanza con la realidad en la que pueda pensar el lector es pura causalidad), bonapartistas, cesaristas y otras ramas del mismo árbol demagógico. En el pasado la Iglesia católica medieval -y ahora mismo los empeños dogmáticos de cualquier religión- no toleraba el pensamiento doctrinal diferente, al que se lo considera herético y causa de puniciones terribles. Hoy en pleno Tercer Milenio hay países que condenan a muerte a quien quiera convertirse a otra creencia. Pensemos en el juicio que para salvar su vida hizo abjurar a Galileo de su visión heliocéntrica. Otra vez el imaginario de unanimidad a palos…y sin embargo la Tierra rebelde se siguió moviendo en contra del pensamiento oficial de la época, confirmando que la fantasía de las unanimidades permanentes es siempre una verdad sospechosa.

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La obsesión del pensamiento único

(Discurso social y diversidad cultural) 

“Si dos individuos están siempre de acuerdo en todo, uno de los dos piensa por ambos” - Sigmund Freud

Unanimidad: Coincidencia de ánimo, concurrencia unívoca de voluntades y convicciones, encuentros de conveniencias y/o concordancias de creencias.

“La búsqueda compulsiva de unanimidad conculca la inteligencia social y emocional” - Alberto Relmu

L

o unánime podría emerger de una supra-determinación ajena a los sujetos, devenidos así en objetos animados por circunstancias externas sin opción de alternativa. En este último caso la unanimidad pasaría a ser un efecto obligado por el sentido común: por ejemplo, si hay fuego en la sala de un cine, todos unánimemente -salvo el suicida- querrán salir rápidamente del lugar.

Así, una actitud unánime puede darse en circunstancias extremas, por dogmatismo sectario, en ocasiones especiales o por temas de tal fuerza emocional y/o racional, tal que todos los implicados en el momento coinciden en la acción o la decisión. Sin embargo -y por la simple razón existente de la diversidad y el pluralismo de personalidades, historias personales, creencias, intereses, ideologías y opiniones “a la violeta”, lo normal y por tanto lo frecuente, es -si se me permite el neologismo- la “pluranimidad”, y lo raro en cambio, la “unanimidad”.

Por lo tanto, las ocasiones unánimes son contingentes y limitadas temporalmente. Permanecen lo que dura la situación de la que emergen. Si aceptamos que todo discurso “unánime totalizante” (valga este aparente pleonasmo que en verdad no lo es) -es decir que implique la totalidad del “universo” considerado- tiene por fuerza una vida fugaz, solo la coacción de un poder arbitrario o la mentira sistemática de las propagandas gubernamentales, pueden pretender “clonar” los pensamientos y alinear (alienando) las ideas en una sola que pretenda conculcarlas al subsumirlas. Los grupos humanos llamados “primarios” (como las familias endogámicas o las sectas, cuyos individuos está ligados por fuertes lazos emocionales directos y/o por identificaciones indiscriminadas) manifiestan una tendencia espontánea a crear y alentar climas psicológicos de “pensamiento clonal”, sostenidos en estados anímicos especulares (en espejo). Estos grupos tienden a alienarse al ser “uno-en-el-otro”, es decir a con-fundirse en la imagen del par. Así el imaginario (palabra que deriva de imagen) totalizante es la búsqueda del ideal de la unanimidad por sobre toda diferenciación plural.

El torbellino de ideas

Sin embargo, lo que caracteriza a las sociedades libres, abiertas y democráticas es la diversidad de ideas, de estados de ánimos y la multiplicidad de opiniones expresadas en la libertad de prensa, algunas semejantes, otras muy diferentes. Opinar es comunicar intuiciones sin obligación de ser rigurosos, exponer impresiones informales y miradas existenciales sobre el mundo. Ni siquiera en los límites y alcances del sistema que las contiene a todas, los actores concurren con unanimidad de criterio.  

Esa curiosa y elástica característica es precisamente la que hace a los sistemas vivos, en cambio y renovación permanente. También es la que permite el crecimiento de la motivación emprendedora y la creatividad productiva sostenida en la libertad de los actores y no en el temor a la coacción y la represalia del poder.  Es decir, la “pluranimidad” es en sí misma motivadora de innovación y crecimiento creativo, si se aborda como problema convergente que enriquece y no como dilema divergente que empobrece.  Entonces “pluranimidad” no significa en absoluto una apología del constante desencuentro como forma de convivencia, porque su presencia inicial no debe presuponer que no se coincida culturalmente en determinadas reglas básicas estratégicas que evitan caer en los dilemas paralizantes, y por lo tanto, son esas normas culturales y reglas institucionales las que coadyuvan para mudar las pluranimidades existentes en consensos tácticos que permiten construir soluciones estratégicas de interés común.  Contrariamente la búsqueda compulsiva de unanimidad conculca la inteligencia social.   

La obsesión del pensamiento único

Si hay una obsesión que define de manera más clara al autoritarismo y especialmente a los totalitarismos, sean “de derechas o de izquierdas” (categorías decimonónicas especulares como las caras de una misma moneda)  es la constante búsqueda final de la unanimidad del discurso a la manera de un objeto de producción en serie, que garantice el reinado del “pensamiento único”, moldeado por la acción propagandística “goebbeliana” de la mentira sistemática y/o por omisión de una parte de la realidad para construir un relato ficcional edulcorado al estilo del ideólogo Raúl Apold para con el peronismo, la seudoideología populista “avant la lettre” de Argentina.

Los ideologismos dogmáticos, los fundamentalismos extremos -como en su triste momento de popularidad paradigmática fueron el nazismo, el fascismo y el comunismo- impulsan el pensamiento único oficial y castigan (a veces con cárcel y hasta con la muerte) los desvíos de las ideas “equivocadas” o “políticamente incorrectas”, como lo muestra magistralmente por ejemplo el film “La vida de los otros”. Similar actitud de desagrado e intolerancia frente al pluralismo de creencias y opiniones, aunque con efectos menos dramáticos, encontramos en todos los regímenes populistas, bonapartistas, cesaristas y otras ramas multicolores del mismo árbol perverso donde florecen los discursos demagógicos y las propuestas fantasiosas de un “hombre nuevo” que resulta monologal, autómata, bajo la mirada terrible de un Gran Hermano que promueve el fanatismo doctrinal. 

En el pasado, la Iglesia medieval -y ahora mismo igualmente los desvíos autoritarios y atroces de los delirantes fundamentalismos religiosos en algunos Estados y grupos confesionales minoritarios pero intensos- no toleraba un alegato doctrinal diferente, al que se lo consideraba herético. Pensemos en el católico Santo Oficio y el juicio a Galileo, que, para salvar su vida amenazada por la Santa Inquisición, lo obligó a abjurar públicamente de su visión heliocéntrica del sistema planetario. Otra vez el imaginario omnipotente de la unanimidad a palos. “Eppur si muove”, habría murmurado el sabio, y la Tierra, rebelde y desafiante, siguió moviéndose en contra del pensamiento despótico, propio de los necios conjurados de la época. Es que la pretensión de una unánime verdad oficial -tal como decía Alarcón- viniendo en boca de mentiroso siempre será sospechosa.

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El pensamiento totalizante

(La construcción social de la realidad)

La verdad es lo que es y sigue siendo verdad, aunque se piense al revés” - Antonio Machado

Anselmo: “Es como lo digo y lo tengo por seguro”

Perínclito: “¿Y cómo puedes estar tan seguro de ello?

Anselmo: “Porque no se me ocurre como podría ser de otra manera”

                                                                  Manuel Xilo Salinas (“El hombre retirado”) 

 

A

 partir de las ideas fundadoras de George H.Mead, sus sucesores Ellsworth Faris, Herbert Blumer, Mandford Kuhn y Erwin Goffman fueron los desarrolladores históricos de lo que en Psicología Social se conoce como Interaccionismo Simbólico, que en su núcleo conceptual duro afirma que las personas no responden mecánicamente al estímulo, sino a la interpretación simbólica que se hace de ese estímulo objetivo: así el reto de un tutor podría ser tomado por un alumno como una falta de consideración y por otro como un gesto de interés por su educación. Con diversos aportes no siempre coincidentes, estos investigadores convinieron en la importancia de los roles sociales, la subjetividad interpretativa de la realidad y el condicionamiento social de la conducta humana desplegada en los escenarios cotidianos.

Kuhn, por su parte, enfatizo la idea de que la personalidad es simplemente la combinación de todos los papeles interiorizados por el individuo durante el curso de la socialización. (Hay que agregar hoy la importancia de los factores bio-heredables que interactuarán con el medio ambiente)

Entonces la interacción está en función tanto del individuo como de la situación, la que se interpretará singularmente con arreglo a lo que este autor llama el “sí mismo” de cada uno. 

En los últimos diez años de trabajo en el ámbito de las organizaciones y los RRHH, influido por estas ideas, he sostenido la importancia de tener en cuenta la transacción entre las necesidades de la persona y los requerimientos del personaje sociolaboral, articulados por el estilo de personalidad y condicionada por la situación contingente. También que las representaciones que tenemos de las cosas y los procesos se asientan sobre creencias, pacientemente construidas a lo largo de la socialización individual.


Un mundo sin ventanas

En ese mismo dialéctico transcurso de socialización, las personas penamos y disfrutamos construyendo nuestra identidad a partir de aceptar y oponernos a la percepción y el discurso del otro. Una condición para lograr un equilibrio saludable en la percepción y el juicio sobre la realidad es la aceptación de un fenómeno psicológico clave en el proceso del razonamiento por sobre la emoción: la duda. La duda (cuando es moderada y no el emergente obsesivo de una neurosis) nos aleja del comportamiento egocéntrico (centrado en sí mismo) y paranoide (persecutorio de seudo amenazas imaginarias).

Por el contrario, las ideologías fundamentalistas suelen alentar estos últimos comportamientos impactando en personalidades de sujetos predispuestos a buscar su identidad en certezas omnipresentes. Estas personas no soportan la duda y la ansiedad de la incertidumbre al que todo juicio humano de valor está sujeto. La representación de relatividad de las ideas y la presunta evidencia de que las verdades se co-instituyen a partir de la mirada valorativa del que intenta establecerlas, resulta intolerable para el creyente de un discurso total y único.

Si la “realidad” no es sinónimo de verdad única -lo que no implica la pretensión idealista de negar la objetividad del hecho material como tal, sino su interpretación unívoca, como señala Machado- entonces se sigue que no hay relato que legitime un discurso “más verdadero y universal que otro”. Sin embargo, existe un tipo de pensamiento que genera un discurso que propongo llamar “totalizante” o “totalizador”. El sociólogo Ervin Goffman, precisamente trabajó con el concepto de “Institución Total” (IT), definiéndolo como aquellos lugares (reales o virtuales) en los que un sujeto “internado” permanentemente realizaba todas sus tareas vitales sin salir de ellas nunca, padeciendo así una distorsión del espacio-tiempo por efecto de la continuidad perceptual sin variantes ni diversidad de escenarios. Se ha demostrado que las IT fuerzan la alienación del sujeto internado.


Creo, luego afirmo, después actúo.

Al sujeto que sostiene un discurso producto de un pensar totalizante no le agrada la diversidad, lo inquietan las diferencias y por eso siempre tiende a pensar uniformidades. Desearía unanimidad (y totalitaria) de sus creencias. El “totalizador” es ante todo un discurso ideológico en sentido estricto, de núcleo duro, que no admite las dispersiones y pretende abarcar todos los aspectos de la vida. Está “internado” en su propio relato.

Por eso nada escapa a su crítica y control. La vida privada -último refugio que resiste la persecución doctrinal de los totalitarismos- se transforma en una amenaza para el pensamiento totalizador. Creer (sin dudar en el dogma), Obedecer (a quienes encarnan la palabra del dogma) y Combatir (a los descarriados que al pensar diferente se convierten en enemigos): Este ha sido históricamente el tríptico doctrinal de los fascismos de cualquier signo. Dos películas extraordinarias entre tantos ejemplos del cine histórico, nos lo muestra con claridad didáctica: “La vida de los otros”, ya mencionada en otro artículo (el escenario de la ex-Alemania comunista) y “Los chicos swing” (los primeros años de la Alemania nazi). 

Al ser total, este tipo de pensamiento lo contamina todo: el amor, la política, las compras, la amistad, la tecnología, la familia, etc. todo será atravesado por lo que es “políticamente correcto” asimilado al dogma totalizador. El mundo de las ideologías es para esta lógica el único posible, nada escapa a estas y la propia, claro está, es la “correcta”. En otras oportunidades hemos dicho que el “ideologismo” es la creencia que no hay nada fuera de la ideología. No es difícil demostrar en la vida cotidiana la debilidad de este aserto. Sin embargo, al pensamiento totalizante no se le ocurre como las cosas podrían ser de otra manera.  Quizá el pez no imagine (si tal cosa pudiera hacer) que existe un mundo más allá del agua, salvo cuando es pescado, pero en ese caso -parafraseando libremente el final del célebre poema “Y por mi vinieron…” de Martín Niemöller- ya resultaría demasiado tarde para poder disfrutarlo. 

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Ideología y realidad


(Creo, luego existo: acerca de la interpretación ideológica de la realidad)

 

“Temo al hombre de un solo libro” -Tomás de Aquino

“Pienso, luego soy” - René Descartes

“La duda es la escuela de la verdad” - Francis Bacon 

 

Esa cosa llamada “ideología”

 

N

o cualquier creencia aislada tiene el estatus de “ideología”. Estrictamente una “ideología” es un sistema de pensamiento coherente y congruente en torno a una escala única de percepción axiológica sociocultural que genera creencias ético-morales. Las hay políticas, sociales, religiosas, ecológicas, vitalistas, etc.  ¿Pero qué relación hay entre la ideología y la realidad? El “ego cogito, ergo sum” (pienso, luego soy) de Cartesius, tiene una versión extrema en el fanático ideológico: “credo, ergo sum” (creo, luego soy)

Las ideologías de cualquier orden, como sistemas omniabarcativos proponen tácitamente “cómo debe ser la realidad” (sic), más allá de cómo presuntamente “es” según la interpreta la misma ideología que construye el perfil propuesto. Por tanto, la ideología es implícitamente propositiva a partir de una “descripción” subjetiva interpretativa-axiológica de la realidad, que se realimenta en una dinámica de creencias ilusorias en el marco sesgado de la dialéctica disponibilidad – confirmación. La ideología finalmente es un sistema de ideas complementarias que se autojustifican tautológicamente y que operan como un pre-juicio generalizado sobre los hechos, las cosas y las conductas, con una lógica de presuntas causas y efectos “necesarios” que se aplican sobre un tema o temática universal cualquiera. En los libros “El hombre de un solo libro: creo luego existo”, (2023); “El árbol y el bosque” (2024) y próximamente “Ser en el hacer”, he desarrollado en una perspectiva complementaria el tema del pensamiento ideológico en relación facilitadora con determinadas estructuras y estilos de personalidad.

Identidad y creencia

La identidad de una persona puede ser definida como lo que permanece idéntico a lo largo de sus años de crecimiento y consecuentes cambios evolutivos psicofísicos y cultural-experienciales. Es decir, lo que subsiste luego de atravesar todos esos los cambios. Estos presuponen conservar un “nicho” básico de representaciones de uno mismo y del lugar que ocupamos en el mundo, un punto de referencia que precisamente permite reconocer (re-conocer es al mismo tiempo re-conocer-se) que uno es quien es siendo sin embargo distinto al que era. Estamos diciendo que mantener una identidad normal es cambiar. El adulto normal conserva algo de su adolescencia para reconocerse crecido. No hay cambio sin conservación. Es una ley de la dialéctica. Al decir de Einstein “es de sabio cambiar de opinión cuando las cosas cambian a nuestro alrededor”. Pero ese cambio es de diagnóstico no necesariamente de principios éticos o morales. La identidad reside en el “Yo” (conciencia de uno mismo) que a su vez existe fenomenológicamente como tal en tanto se confronte con los otros “yoes”. Su origen evolutivo es una mezcla de lo que traigo y lo incorporo, y su marca es la sociabilidad. Siempre hay algo de los otros en mi individualidad. 

Sigmund Freud decía que en sentido amplio toda psicología era social. El psiquiatra y psicólogo social Enrique Pichón Reviere (1985) lo enmendó: “El sentido estricto toda psicología es social”. Es la parte de la identidad de pertenencia: algo de nuestra identidad se construyen torno a la familia, al barrio, al trabajo, a nuestra profesión, a nuestra nacionalidad, etc. Pero nada en particular nos define totalmente; la pertenencia es solo una parte de nuestra mirada.

El hombre normal (promedio estadístico) no se percibe exclusivamente en función de un rol o de una preferencia. Es muchas cosas al mismo tiempo y ante todo tiene libertad para pensar diferencialmente evaluando   semejanzas y diferencias con el pensamiento del otro, y por tanto la pertenencia no lo aliena. 

Pero hay otras personas que por complejas razones evolutivas de su historia van más allá y necesitan de la pertenencia exclusiva a una entidad trascendente que los contenga y en la cual alienarse; son aquellas de identidad sectaria, que necesitan creer en “verdades trascendentes” y cuya expresión social es el fenómeno del pensamiento único corporativo. No soy la totalidad de mí, soy un elemento ejecutor, un brazo de un cuerpo trascendente al que acepto someterme y subsumirme. De tal suerte queda abierto el camino para mutar a una condición psicosocial muy intensa y complicada: el fanatismo.   


La identidad sectaria: el fanático

Fan”, deriva indirectamente del latín “fanaticus”, alguien “divinamente inspirado”. El término alude a “fanum”: templo o espacio sagrado. Winston Churchill dijo alguna vez que “un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema”. He leído en algún lugar un metafórico aserto advirtiendo que la creencia de tenerlo todo perfectamente aclarado es peligrosa, porque la excesiva claridad es cegadora.

El fanatismo es una actitud de vida que responde a una identidad sectaria; es decir que se reconoce sólo en referencia a un “Ideal del Yo” imaginario (especular) que se inscribe en una axiología maniquea extrema.  La “identidad sectaria” surge cuando la identidad del sujeto no solo se identifica con algunos aspectos de los otros, sino que se “disuelve” en el grupo cerrado (de los idénticos y no solo semejantes). Su identidad está limitada al endogrupo (espectro de la familia idealizada) de pertenencia-referencia y no al exogrupo de referencia (la sociedad plural) que garantiza el pase socializador de la cosmovisión “endogámica” a la “exogámica”. Es normalmente el tránsito del grupo primario a los grupos secundarios. Pero para el sectario su grupo cerrado es una fantasmagoría, una reconstrucción imaginaria de su grupo primario que nunca pudo superar. Soy en tanto pertenezco a un colectivo de unidad y completud imaginaria que me define como “uno de nosotros”, donde mi pensamiento resulta clonado. Cualquier desvío será percibido como traición al grupo y por tanto mi identidad estará en riesgo. El espacio sectario, (una parte del todo que se vende sin embargo como el todo mismo) es un “club” que se apropia de todo mi ser. Nada soy sin el cuerpo sectario que me incluye y le pertenezco difusamente. Pienso con arreglo al “manual” de estilo del dogma al que adhiero. La realidad es la que previamente ha definido el corpus de creencias de la secta a la que pertenezco, es decir de un endogrupo cerrado a la influencia de terceros con miradas alternativas.


Enamoramiento, “identificación proyectiva” e indiscriminación Yo-Tu.


La “identificación proyectiva” es un mecanismo psicológico inconsciente que consiste en “proyectar” aspectos propios en la figura de otra persona (o de una imagen icónica o idea omnipotente que la persona represente) y luego identificarse con ellos como si fueran realmente parte de ese otro. El resultado es una actitud egocéntrica de indiscriminación entre lo mío y lo tuyo, entre el Yo y el otro. 

Los enamorados (sic) y los fanáticos sectarios (enamorados de los fundamentos de un relato cosmogónico) comparten ese mismo fenómeno de indiscriminación, solo que por suerte el enamoramiento del sujeto normal, al igual que la adolescencia, pasa con solo esperar un tiempo prudencial y queda lo mejor del vínculo: la mesurada afectividad. Cabe aclarar que cuando decimos “normal” aludimos a la “norma”, una medida estadística que solo indirectamente puede ser valorada positiva o negativamente según sus efectos en la salud o patología de una población. No ocurre lo mismo con las personas que por las vicisitudes de sus personalidades necesitan incorporar la “droga” de la pertenencia excluyente al grupo sectario. Y uso esta palabra metafóricamente porque el sectario es psicológicamente un “adicto” (del latín addictus, apegado a alguien, a un amo; esclavo), adicto a la “Idea” suprema, la imagen, el culto al ícono, a la adoración totémica del líder, a con-fundirse con el Dogma que justifica y es razón necesaria y suficiente de existencia.  El sectario no pertenece a una corriente de opinión, “es” la corriente misma. Por eso se define a partir de una exterioridad que lo co-instituye: el “ismo”. Así mudará en “…ista”, precedida su presentación por la expresión “Soy (tal cosa) ...ista”. Aquella presentación es una autopreservación, un reaseguro de que “es” alguien por ser parte de algo más grande que él, donde se asienta una ideología de pertenencia, sostén de identidad. Ese es un aspecto explicativo del curioso comportamiento de la acrítica pleitesía y la obediencia ciega automática. 

Los cuerpos fanatizados (piénsese en el concepto de grupo “corporativo”) en la historia de la Humanidad enfatizaban siempre el término “obedecer” emparentado a la idea de “lucha” y de “vencer”. El tríptico “Credere, obbedire e combattere per vincere”, por ejemplo, era el lema del fascismo italiano de entreguerras. 

Vemos pues como “el simio humano” (que eso somos) se debate desde la noche de los tiempos entre la objetividad y la interpretación subjetiva de las cosas. Es que el Hombre es un “animal teleológico” (buscar causas finales y dar sentido trascendente y metafísico al mundo real), por eso mismo necesita, unos menos, otros más y otros mucho más, creer para existir.

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El miedo a la libertad

 

“Nos encontramos tantas veces en complicados cruces que nos llevan a otros cruces, siempre a laberintos más fantásticos. De alguna manera tenemos que escoger un camino.”- Luis Buñuel

“La libertad, cuando se le teme, muda en fantasma” - Albert Relmu

 

E

n “El Fantasma de Canterville”, Oscar Wilde nos muestra cómo la manera de neutralizar e incluso ridiculizar a un fantasma es dejar de temerle. Años después Luis Buñuel en “Le fantôme de la liberté”, plantea una hermenéutica de la libertad partiendo “del azar que todo lo gobierna; la necesidad, que lejos está de tener la misma pureza, sólo viene más tarde”.  

La cuestión es qué hacemos -por acción u omisión- con la libertad a la que “estamos condenados”, diría Jean Paul Sartre. Si dejamos de pensar la cotidiana realidad de males como el mero discurrir azaroso de hechos anecdóticos inconexos y sin causalidad (el lugar común “Es lo que hay” expresa una resignación determinista), para entender que la libertad es la capacidad que tenemos de ordenar las prioridades de nuestras necesidades, descubriremos que la primera es la libertad misma para decidir aquel orden. Ante los recurrentes laberintos cotidianos “de alguna manera tenemos que elegir un camino”, y aquí aparece una cuestión relevante: la que alude a la manera de elegir el camino que nos aleje primero de los laberintos mentales para encontrar luego la salida de los físicos.

El miedo a la libertad

En “El miedo a la libertad” (1941), Erich Fromm nos recuerda que “el hombre, cuanto más gana en libertad, en el sentido de su emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y la naturaleza, y cuanto más se transforma en individuo, tanto más se ve en la disyuntiva de unirse al mundo en la espontaneidad del amor y del trabajo creador, o bien de buscar alguna forma de seguridad que acuda a vínculos tales que destruirán su libertad y la integridad de su yo individual." No duda en decir que “la libertad positiva implica también el principio de que no existe poder superior al del yo individual; que el hombre representa el centro y fin de la vida, que el desarrollo y la realización de la individualidad constituyen un fin que no puede ser nunca subordinado a propósitos a los que se atribuye una finalidad mayor."

En su Historia de la civilización en Europa (1928), François Guizot pregunta: “¿La sociedad está hecha para servir al individuo, o el individuo para servir a la sociedad? Y afirma que “de la respuesta a esta pregunta depende inevitablemente la de saber si el destino del hombre es puramente social, si la sociedad agota y absorbe al hombre entero", o -agregamos nosotros- si el hombre y su derecho a la libertad y la felicidad está por encima de esa generalidad inasible que llamamos “sociedad” y que suele estar representada jurídica e institucionalmente por el Estado. En su Filosofía del derecho (1831), Eugéne Lerminier parece responderle al afirmar que "la libertad social concierne a la vez al hombre y al ciudadano, a la individualidad y a la asociación: debe ser a la vez individual y general, no concentrarse ni en el egoísmo de las garantías particulares, ni en el poder absoluto de la voluntad colectiva.” En 1859 John Stuart Mill publica “On Liberty”. Allí dice que “la única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra propia manera, en tanto que no intentemos privar de sus bienes a otros, o frenar sus esfuerzos para obtenerla. (…) La especie humana -enfatiza- ganará más en dejar a cada uno que viva como le guste más, que en obligarle a vivir como guste al resto de sus semejantes.”

Los laberintos reiterados

Desdibujada en la difusa categoría de “pueblo”, una parte de la población en las distintas sociedades se muestra sesgada por un conjunto de creencias colectivas que nos hablan de mitos persistentes, oquedades ideológicas perimidas, mentiras conniventes toleradas, crímenes banalizados, felonías festejadas y necedades complacientes.

Otra parte, caracterizada por su aversión al riesgo, ha padecido la herencia cultural de una inercia transgeneracional que reemplaza la libertad de iniciativa por un determinismo estatista y corporativo, naturalizando lo abyecto y delegando su responsabilidad cívica en una pragmática contemplación. 

Finalmente, una tercera porción incipiente y protagónica parece empezar a entender la diferencia entre “democracia populista” y “democracia institucional”, toda vez que sólo la última garantiza la efectiva división de poderes, la alternancia gubernamental, el pluralismo y la consideración de las circunstanciales minorías.

Los “populismos”, en cambio, enfatizan solamente la representatividad popular de origen, pero desestiman y resisten las formas, los límites y los controles institucionales, deslizándose a estilos autoritarios y demagógicos de gobierno, que fomentan los perversos clientelismos de necesidad.  Abren así la puerta a la discrecionalidad, la desmesura, la corrupción y la mentira, -ahora se llama “posverdad”-, y que genera discusiones sobre lo que no existe. Donde todo parece ser y no ser a la vez, la diferencia entre realidad y fantasía se borra y la tentación de editar la realidad lleva a un oportunismo moral que elude los principios que diferencian lo bueno de lo malo y lo malo de lo feo, es decir lo justo de lo injusto.

Así pues, el desafío político estratégico -aunque suene utópico- se relaciona con el cambio cultural orientado a que las sociedades le pierdan el miedo a la libertad, sin obturar la incertidumbre y la insatisfacción social con promesas de mundos refundados, sino planteando contextos autocríticos capaces de edificar valores que impulsen proyectos colectivos realistas y racionales, que contengan el pasado común, pero sublimado en futuro de progreso, sin relatos alucinados y sin la neurótica queja de un puro presente. Para que la libertad deje de ser un temido fantasma.  

Imágenes                                              

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El pensamiento antagónico


y el espíritu de facción


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n distintas sociedades, en el mundo del trabajo, la política y la cultura, en fin, en el núcleo de la comunidad misma, se constata con frecuencia la hegemonía del “pensamiento antagónico”. El antagonismo (oposición, contrariedad, discrepancia, etc.) construye sistemáticamente antinomias (denominaciones y designaciones que denotan opuestos y connotan valoraciones irreconciliables).  Este tipo de pensamiento se sostiene sobre una lógica de supuestas esencias heterogéneas y permanece en un nivel analítico, que -por su propia dinámica- es desagregante, es decir disgrega y particiona la cosa misma analizada. Pero resulta que lo que se analiza es más la forma que el fondo. Es una taxonomía de las apariencias y una exégesis de los prejuicios.

El pensamiento antagónico se centra en enfatizar rasgos parciales, que contrapone como totalidades diferentes e incompatibles, viendo a “lo otro” como esencialmente opuesto a “lo mío” por su naturaleza. Busca establecer territorios de facción para ubicar afuera al “otro diferente”, el que piensa distinto, el que representa otra idea.

Por eso el pensamiento antagónico es sostén de las doctrinas del disenso perpetuo.  Apoyándose con frecuencia en una seudo fundamentación de principios, (que en general no son más que fundamentalismos vacuos), funciona con la bipolaridad nosotros-ellos, bueno-malo, amigo-enemigo, todo-nada, viejo-nuevo, lealtad-traición. Es necesariamente monologal sobre una lógica formal.

El pensamiento “contextual” y la búsqueda de consenso

Por contraste con el anterior, el “pensamiento contextual” es sintético, parte de diagnosticar analizando no las formas sino los contenidos, para superar las diferencias a partir de enfatizar las coincidencias. No se detiene en la confrontación de “posiciones” sino que abunda en el examen de los “intereses” comunes a los actores involucrados y se dirige a buscar diagonales de solución que superen al imaginario confrontativo, proveyendo una síntesis proactiva que facilite el avance ante la inacción propia de la pelea narcisista. Por eso, la lógica contextual no es el reverso de la anterior, sino que constituye un proceso alternativo que dialécticamente lo niega, lo contiene y lo supera. 

Va de la afirmación originaria (universal) a contemplar la negación de la primera (particular) y de allí a negar la última negación (singular). Funciona así descentralizando la percepción central de la cosa para examinar sus “bordes”, es decir, las zonas grises de transición y coincidencia con la otra cosa que aparece al comienzo como opuesta. Busca, como se dijo, los factores de intereses comunes que son trascendentes, sin detenerse en las posiciones sostenidas por el sofisma discursivo con el léxico propio de las ideologías. Establece territorios de colaboración grupal, trabajando en equipos que aprovechan las diferencias individuales de personalidad en lugar de negarlas o anularlas.

El pensamiento contextual, -a diferencia del antagónico- parte leyendo los contextos para relacionarlos con el texto e inferir la decodificación del subtexto. Será a partir de este proceso que construirá síntesis consensuadas.

Dos lógicas opuestas: dialéctico vs. antagónico

El pensamiento contextual es necesariamente dialogal sobre una lógica dialéctica.

Al contrario, para la “lógica antagónica”, por ejemplo, un partido de fútbol es el cuadro A o el cuadro B, uno excluye al otro; no se trata simplemente de ganar o perder, sino paradójicamente- de negar al contrincante sobre el que se sostiene el partido mismo. Si no hay otro no hay partido y sin partido no hay fútbol. La lógica antagónica conduce siempre al disenso como condición de existencia. 

Para la “lógica contextual”, en cambio, lo importante es el consenso, porque sobre el consenso se construye la “política”, que es la condición de existencia de la comunidad de individuos trascendiendo en convivencia. El consenso es un punto de llegada y presupone una pluralidad de partida. Consenso no es necesariamente unanimidad indiscriminada de ideas, ni uniformidad de opiniones, sino ajuste de bordes para llegar a los núcleos de interés común (por ejemplo, en la Nación las políticas de Estado) que nos permita una similitud contractual de actitudes, alejadas del comportamiento de facción, que tanto perjuicio ha provocado a las sociedades, más allá de sus orígenes, creencias y culturas. 

Imagen:  https://enciclopedia.net/anexo/antagonico.jpg

 

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La naturaleza de la polémica 


en las sociedades antagónicas


 

- ¿Por qué me has picado con tu veneno, en medio del río, si al morir yo tú te ahogarás? - dijo la rana. 

- Perdona, es que picar está en mi naturaleza- respondió el escorpión. -Clásica fábula atribuida a Esopo

 

T

oda polémica (del griego “polemos”: guerra, lucha) se inicia por la mera confrontación de opiniones, sin un acuerdo-marco de inicio. La polémica es hija dilecta del “dilema”, porque opone de arranque, juicios de valor no racionales (es decir prejuicios) como insumos protagónicos casi excluyentes. No se busca compartir una descripción consensuada de los hechos, porque se teme que ésta afecte la posición ideológica que se pretende imponer. La polémica implica el objetivo de triunfar sobre el otro argumento, (y por defecto sobre el interlocutor) y no de intercambiar evidencias para llegar a una posición tercera que resulte de la transformación de los contenidos de lo uno y de lo otro. No interesa al polemista exponer dudas sobre su posición, sino presentarla como verdadero, íntegro, total y no perfectible. El polemista defiende un sentimiento producto de una creencia íntima o de un interés pragmático que desconsidera a los intereses o deseos del otro bajo el maquiavélico conocido apotegma: “El fin justifica los medios”. 

El extremo de esta lógica confrontativa irracional es la actitud encarnada por Pirro de Epiro, aquel rey y general griego que logró ganar la batalla contra los romanos al costo del exterminio casi total de su propio ejército. "Con otra victoria como ésta, estaré perdido", habría exclamado al final de la lucha. Aquí la relación costo-beneficio aparece muy alejada del sentido común y la razón de medianía, pero con frecuencia la polémica se torna aún más estéril y necia cuando surge de un pensamiento “maniqueo”, rechazando matices.  

Todo en blanco o negro

El persa Mani o Manes, del siglo III DC, postulaba dos principios universales contrarios y eternos, que luchan entre sí: el bien y el mal. El pensamiento maniqueo, por tanto, es dualista, segregacionista de lo diferente y milita ilusoriamente para lograr la uniformidad; detesta el pluralismo y la diversidad, a la que presume como la causa de todas las desgracias sociales. 

El hombre maniqueo es un fanático de su verdad que cree que, si todos pensaran y actuaran como él, se terminarían los problemas. Autoritario, aunque no lo sepa, en lo sociopolítico se incomoda con la democracia republicana. Se podría reducir el basamento de su cultura a la visión de un mundo dicotómico. Antónimos que connotan antinomias: blanco o negro.

Cuando esta manera de ver el mundo se extiende desde las llamadas “minorías intensas” a grandes colectivos sociales perjudicados o insatisfechos en sus expectativas, tenemos el germen de lo que he propuesto llamar “sociedades antagónicas”. Escindidas crónicamente en grupos y subgrupos de intereses disonantes, se presentan con un sesgo tribal en cualquiera de los ámbitos de pertenencia: intelectuales, culturales, religiosos, deportivos, económicos, políticos, etc. Se constata la opción confrontativa-dilemática, antes que la colaborativa-problemática, y un afán de triunfo rotundo sobre el otro diferente, donde se piensa que siempre uno debe ganarlo todo y el otro ser derrotado en todo a cualquier precio. Es el “voy por todo y por todos”, sobre las ruinas de la dignidad del otro, que es considerado un “enemigo” antes que un semejante con rol circunstancial de adversario de opinión.

Las sociedades antagónicas

Las “sociedades antagónicas”, expresadas por sus grupos corporativos de opinión pública, se acercan más a la filosofía del general griego que al discurso socrático mesurado, inquisidor y reflexivo. La historia de los autoritarismos y convicciones dogmáticas y corporativas las atraviesan en sus mitos fundacionales. La cultura media que las caracteriza, todo lo ha dividido en etiquetas nominativas con valores negativos en una constante práctica de diferenciación de presuntas “esencias” antagónicas inmóviles, inmersas en el bien o el mal absoluto. Para unos y otros, desde la subjetividad de cada sector, es una opción de hierro entre el “ellos” (los malos) o “nosotros” (los buenos). Hay en muchas de estas actitudes, (las de buena fe) una visión ingenua, romántica-totalitaria, producto de una profunda ignorancia histórica, que cada tanto generacionalmente imagina una sociedad homogénea, sin conflictos más allá de la diversidad de creencias, usos, costumbres e intereses contrapuestos, propios de cualquier colectivo social normal. 

Compulsión y decadencia

Las tradiciones culturales antagónicas son incapaces de dialogar sintetizando diferencias para trabajar colaborativamente y de manera “adulta”, responsablemente en equipo con propios y ajenos, para prescindir de la adolescente conducta de formar clanes para desautorizar y desestimar al otro, por lo que nunca progresan, repitiendo compulsiva y neuróticamente los mismos dilemas una y otra vez. Son por acción u omisión, decadentes y la causa en general, no es económica, ni de recursos humanos o naturales: es netamente cultural. Tal como rezaba aquel mítico grafiti de La Sorbona: “Las ideas que se estancan, se terminan pudriendo”. 

Es que los relatos dogmáticos suelen sostener dilemas basados en ideas icónicas y fundamentos ideológicos-doctrinarios rígidos, aunque débiles ante la prueba de realidades materiales evidentes y más aún en las épocas de la “posverdad”. Esto lleva a la desconfianza de todos contra todos, resultando así una doble lectura especulativa y todo entonces se torna conspirativo. Una frecuente inclinación por la cultura del club y la bandería suele derivar en la construcción de mitos que dan sentido a una pertenencia empobrecida.

Si las nuevas generaciones no logran romper ese círculo vicioso en el que se han socializado y mudar hacia una identidad cultural colectiva de coincidencias mínimas en las diferencias, pluralismo cooperante y consensos estratégicos inclusivos conforme a Derecho, -por ejemplo en el marco institucional que brinda una democracia republicana-  la decadencia de la sociedad tribal seguirá alimentando la estéril e insensata polémica, porque, como en la fábula de la picadura del escorpión, sencillamente es su naturaleza.


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Cultura, liderazgo y tribalismo

(El síndrome de Godot. Reflexiones sobre la vida afectiva en los grupos)

 

E

l término "cultura" significa para los estudiosos de las sociedades, no la cantidad y la sofisticación de los conocimientos, sino la totalidad de lo que los grupos humanos producen en una comunidad determinada: desde los utensilios para comer hasta su música y sus creencias. ¿Qué se entiende entonces por “cultura institucional”, si tomamos a este último término como sinónimo de organización, por ejemplo, un club, una empresa, una asociación, una escuela, etc.? "Cultura institucional" es la suma de los estilos, las formas de funcionamiento, las prácticas(lo que se hace),los discursos (lo que se dice),los  intercambios (lo que se busca obtener), los síntomas (lo que aparece sin que nadie se lo proponga), la historia de esa entidad, los mitos (casi siempre relacionados con los momentos  fundacionales) y  finalmente el tipo  de  liderazgos ,roles de los integrantes  y momento  actual (la situación económica, administrativa y afectiva por la que están pasando los actores de la vida institucional);todos estos componentes referidos, claro está, a la dinámica de  un  grupo humano dentro de una institución.

Cultura institucional

La "cultura institucional" define, en un momento histórico dado, el comportamiento global de esa organización frente a lo interno y a lo externo, a lo habitual y a los cambios posibles

Y si de cambios hablamos, no podemos dejar de mencionar un fenómeno universal de todo grupo humano institucionalizado: la tendencia a conservar lo conocido y resistir lo nuevo.  Esta tendencia esta enraizada en lo más profundo del psiquismo humano y se relaciona con el miedo a perder una identidad de pertenencia, un referente dentro del grupo. Según su cultura en un momento dado de la vida institucional una organización podrá mostrarse como democrática, anárquica, autoritaria, temerosa, desafiante, perseguida, asustada, desorganizada, ordenada, rígida, flexible, depresiva, excitada, violenta, desconfiada, etc., etc., en una combinación no excluyente de algunos de estos aspectos.

Demos algunos ejemplos simples a riesgo de realizar una caricatura. En un momento de liderazgo fuerte y rígido, los integrantes podrían sentirse dependientes pero seguros y con su identidad garantizada por el estilo que impone el líder grupal.

En otra institución que pasara por un momento de duelo por la pérdida de un líder o por el cambio brusco en su conducción sus integrantes podrían sentirse aterrorizados, solos, abandonados, desconfiados hacia el afuera y con enormes resistencias al cambio.

El fantasma del líder: a rey muerto…

La desaparición de un liderazgo fuerte genera siempre y duran te un tiempo prolongado un sentimiento de desamparo y un rechazo a cualquier nueva figura que intente cambios o simplemente sumarse al grupo original.  Este sentimiento se deriva al poco tiempo en rivalidad entre pares, ninguna iniciativa es bien tolerada por los miembros del grupo porque es sospechada como una desobediencia o irreverencia a la imagen del líder ausente. Hasta cierto punto este comportamiento es esperable y normal en los primeros tiempos, sin embargo, si se prolonga indefinidamente estaremos ante una esclerotización de la cultura instituida y un aumento de la resistencia a seguir creciendo.

Otra alternativa que aparece en una organización que ha perdido un liderazgo fuerte y carismático es buscar rápidamente un "sucesor" con estilos similares que hable en nombre de su antecesor y sea visto en principio como identificado con él. Este recurso "fóbico" (miedo irracional) tiende a evitarle al grupo la angustia de la acefalía y refuerza la negación de la pérdida: aquí no pasó nada.

Si el líder elegido para esta tarea traiciona o distorsiona su mandato, tomando otros caminos, recibirá duros reproches, porque es difícil perdonar cuando la estafa de la confianza viene de un igual. A nivel macro, son muchos los ejemplos de esta dinámica que se observan en la historia de los movimientos políticos en las diferentes sociedades, especialmente aquellos con características de una relación demagógica con las masas.


Crecer es asumir y elaborar los duelos 

Crecer, personal o grupalmente, es penar las pérdidas. Aceptarlas y transitar sus duelos. Perder es poder elegir. Si un grupo se aferra a una imagen y un estilo sin entender que a cada circunstancia le corresponde una respuesta adecuada, no podrá acceder al comportamiento flexible requerido ante lo nuevo, que garantiza el reacomodamiento institucional que demanda todo cambio, haya sido éste buscado o accidental. Aún la resistencia a los cambios, si estos son considerados críticamente por el grupo como negativos o injustos, requieren una adaptación racional y una comprensión inteligente de la nueva situación.

Si los miembros de un grupo no logran superar la crisis que provoca todo cambio, adecuando sus roles sin perder por eso sus fundamentos o sus principios éticos, políticos o estéticos, sobrevendrá entonces un empobrecimiento grupal que llevará al estancamiento de la iniciativa, la desconfianza y el sentimiento de impotencia. En definitiva, a lo que Freud llamaba la compulsión neurótica de repetir los fracasos, tropezando siempre con la misma piedra. Una suerte de masoquismo social propio de aquellos que “fracasan al triunfar” porque no coincide con la imagen del sometimiento tribal sobre el que han construido su identidad.

Si el pasado habita déspota en la esencia del ser, no hay futuro diferente, solo interminable presente de espera inútil y vacua. Como en la desesperante pieza teatral de Samuel Beckett, Godot nunca llegará. 

Imagen:  https://bocetosdekomarovo.files.wordpress.com/2015/07/lot-159347.jpg?w=1024

 

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Nosotros y los cambios


“Solo los grupos capaces de discutir sin miedos sus problemas, teniendo claro la importancia primordial de los resultados de su función, superan las crisis del cambio y crecen enriqueciendo a cada uno de sus miembros”

 

E

l cambio desde un liderazgo de estilo “paternalista”, emocional y centralizado (que en RRHH llamamos “tutorial-participativo”) a uno “democrático”, racional y descentralizado (“racional-protagónico”) que sostiene que hay más de una manera de hacer bien las cosas, a menudo resulta compleja y difícil. Todo cambio produce miedos, resistencias y ambigüedad, deseo y temor, entusiasmo y nostalgia.

Ante las propuestas e iniciativas del nuevo supervisor, gerente o jefe político, surgirán reacciones con arreglo a los diferentes compromisos emocionales, intereses y personalidades (salvo que fuera un grupo sectario de fanáticos sin identidad diferenciada) y que antes estaban latentes por efecto de un estilo que “garantizaba” la ilusión de seguridad y pertenencia a una identidad grupal homogénea.

Pasado el momento de ansiedad, aparecerá otro de “amesetamiento” y luego uno de polémica y lucha, si es que el grupo no se disolvió antes por extrema rigidez.

Entre las múltiples actitudes de los miembros del grupo y en medio de la maraña de críticas, quejas, culpas, broncas, chismes, etc., pueden recortarse sintéticamente tres actitudes básicas que se corresponden con otros tantos roles claves que motorizan o detienen la dinámica de la organización: a) el innovador-realista b) el conservador- dependiente y c) el indiferente-distante. 

Cabe acotar que, si el cambio de la cultura institucional es por mero desgaste o desprestigio del líder, la dinámica que estamos analizando será otra muy diferente.


    a) El innovador aceptará finalmente que la situación ya no es la misma e intentará tomar lo mejor de las tradiciones grupales buscando nuevas rutinas o cambiando formatos y costumbres que eran funcionales cuando estaban contenidas por el liderazgo carismático, pero en la nueva situación podrían resultar ineficaces o imposibles de sostener. En general reconoce las virtudes del líder, pero se da cuenta que si aplica el mismo estilo la solidaridad grupal no resistirá porque no hay figura fuerte que inspire la suficiente confianza depositada en forma vertical. Intentará entonces introducir cambios de perfil horizontal, racionalizando y reglamentando con un mínimo consenso posible lo que antes era intuición y decisión unipersonal. También propondrá cambios de estilos, ahora vistos como disfuncionales y tal vez algunos criterios o normas que no siempre fueron totalmente compartidos por unanimidad en la anterior etapa.


b) El conservador depende de la fijación a la historia pasada para mantener su equilibrio emocional. En nombre del líder ausente, no aceptara modificaciones de ningún tipo. Lamentará una y otra vez el cambio, sin que en realidad pueda entender su naturaleza. Criticará cada propuesta del innovador, denostará su solvencia y en nombre del pasado congelará el presente. En la lógica del conservador la mayor desgracia sin solución es el advenimiento de este tiempo diferente al que no puede adaptarse porque nunca aprendió a pensar por sí mismo. Todo lo que hacía era lo que otro había autorizado y el confiaba en ese otro de tal manera que le era cómodo actuar, obedecer y negarse el derecho a pensar otro camino posible. Ahora está paralizado frente a costumbres que pudieran desembocar en formas distintas de hacer las cosas, pero quizá igual o más eficaces que antes. El conservador resistirá en nombre de la nostalgia. Su actitud se irá tornando conflictiva, hostil y sobre todo lo asaltará el miedo. Es un rol, al igual que los otros, sostenido en una personalidad facilitadora: es rígido y prejuicioso, sobre todo prejuicioso porque ya ha decidido de antemano que no puede haber nada mejor después de la pérdida. Por eso decretó que la vida debe cesar y transformarse en una fotografía a la que hay que contemplar abatido para siempre. Es en el fondo y paradojalmente la gran negación del espíritu emprendedor y dinámico que el líder encarnaba; su negativo. Adviértase que no estamos analizando tipos psicológicos de personalidades, ni ideologías político-filosóficas y por consiguiente no abrimos juicio sobre éstas, sino señalando roles (lugares con forma determinada que ocuparán diferentes integrantes sin que estos se lo propongan intencionalmente y sin conocer los efectos paralelos o secundarios de tal proceder.


c) Finalmente tenemos al indiferente: nunca tuvo un gran compromiso con el grupo.Su inclusión era más bien pragmática y voluntarista. Nunca se impresionó demasiado por el papel del liderazgo: en el fondo es un personaje escéptico, pero independiente. Su personalidad aparece frecuentemente relacionada a un fondo "fóbico” (miedos imprecisos que llevan al aislamiento social), es individualista y su permanencia en el   grupo estuvo siempre enmarcada en una necesidad práctica, utilitaria o fortuita. No se mueve por ideales. Es un integrante aparente que cumplía por interés. Antes y ahora solo funciona en base a ciertas normas burocráticas, es decir cumple formalismos funcionales para evitar conflictos. Es una figura cercana al oportunista en el sentido que vive las oportunidades desprovistas de ideales: le sirven o no le sirven. 

Antes actuaba las disposiciones del líder, ahora está atento a la posible nueva autoridad o a la disposición de la mayoría del grupo. No sufre los cambios en tanto no pierda comodidad o privilegios. El indiferente le teme al compromiso afectivo porque su mundo termina en sí mismo, al menos en el ámbito grupal que integra.

En resumen, lo importante para el grupo es no perder el objetivo de su existencia: la tarea para la que fue creado. Y esta se reciente cuando una organización se estanca en un "dilema", es decir, cuando sus integrantes quedan pegados a antinomias insolubles vividas como “enemigas”. La vida en los grupos es compleja y siempre amenazada en su fútil intento por evitar, paradójicamente, lo que los mantiene vivos: los cambios.

 Imagen:    

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