viernes, 17 de julio de 2020

EL PUMA DE LA ALEMANA


El puma de la alemana (*)
(Un relato de Alberto Farías Gramegna)

E
l animal tenía siete años cuando lo conocí.
De piel clara, cabeza grande, patas firmes y penetrantes ojos pardos, miraba seguro de su  belleza que inspiraba admiración y respeto, que era ese caso la forma de decir “temor”.
Erika Grawer, una alemana conocida en el pueblo cordobés de Los Tilos, como “La alemana” lo había encontrado cuando tenía  horas de parido, extrañamente  vagando solo cerca  de un peñasco, donde el río Los sauces se precipita al valle de Traslasierra.
Con miedo  a que la madre de la pequeña fiera apareciera furiosa, esperó armada sobre una gran explanada de piedra durante tres horas pero la fiera  nunca llegó en busca de su cachorro. Después  se enteró que había muerto por las balas de un pastor en venganza por los constantes ataques a sus rebaños de cabras.
La alemana lo crió como se cría a un gato mimoso, con leche en mamadera y caricias, el puma dormía en el living sobre una alfombra persa y cerca del hogar  donde ardían los leños en el frío invierno de las montañas cordobesas.
En las tardes cálidas del estío el puma correteaba jugando por el jardín de la casa y  trepaba al árbol más alto junto al corralón, sin salir jamás fuera de los límites de la medianera.
La novedad que excitó a los vecinos del pueblo, se fue agotando  con el correr de los meses y al final del primer año ya se había incorporado a la vida rutinaria del lugar como un icono que prometía  entusiasmar a los turistas  que llegaban en  verano y  resultar un buen negocio para la propietaria del animal.
Una mañana, llegó un señor jubilado, alto y delgado, luciendo una cabellera blanca frondosa que aparentaba ser muy natural. Locuaz y alegre se acercó al jardín de la casa  batiendo palmas.

Enterado en el pueblo de la existencia del puma, vino a pedirle a la alemana que lo dejara fotografiarse junto a él  para llevar un recuerdo curioso del lugar. Ella no puso reparos.
El puma se comportó de maravilla y posó lo más campante junto al  motivado turista, quien incluso llegó a ponerle la mano en el lomo, mientras  lo fotografiaban varias veces. Al momento de los agradecimientos y la despedida el hombre preguntó de pronto:
-Seré curioso... ¿Cuánto puede costar un animal como éste?
-No tengo idea, nunca se me ocurrió averiguar porque jamás lo vendería  -respondió la alemana con un tono entre sorprendida e inquieta- Lo encontré perdido, de pequeño en la sierra.
-Qué raro…-dijo el hombre- porque los pumas adultos cuidan mucho a sus crías…
-Es que a la madre la mataron porque bajaba a las granjas y atacaba a los animales de corral
-¡Ah...! Ahora entiendo, pobrecito... ¡Tan chiquito y quedarse huérfano! -respondió el hombre- Y enseguida agregó cambiando el tono de voz: -Los felinos cuando se los desteta pequeños, sufren un cambio de comportamiento siendo adultos, son más inestables emocionalmente, más impulsivos y cuesta adiestrarlos.
Hablaba  con suficiencia, como si supiera de la vida de animales silvestres.
-¿Le parece?...-dijo la alemana sorprendida- Yo no he notado eso…Tiene casi siete años y es muy dócil...
-No lo dudo -dijo él, mientras acariciaba la cabeza del puma- Es una generalidad, siempre hay excepciones. Es un animal hermoso.
Por fin pregunto con la ansiedad de un niño: -¿Cómo se llama?
-Tierno
-¿Tierno…? Muy original…Me gusta.
-Se lo puso una amiga, vecina del barrio, que lo vio apenas lo traje al pueblo. “Es una ternura de pumita”, dijo y al rato lo empezó a llamar “Tierno”…y con el correr de los días, le quedó ese nombre…Tierno. Algunos amigos dicen que vienen de visita a  “la casa de Tierno”.

Al cabo de un rato de conversación sobre pumas y costumbres pueblerinas, el visitante se retiró prometiendo volver en las vacaciones del año siguiente.
Erika lo vio partir en un viejo Kaiser Carabela y pensó en toda la gente que había conocido durante años, por las visitas que los turistas curiosos le hacían para fotografiarse con el puma mascota.
Nelly, la amiga que lo bautizó, le decía siempre que no lo exponga tanto a la excitación de tanta gente, porque si bien Tierno era ya un “gato grande” y doméstico, su naturaleza era salvaje y muchas veces, el animal se mostraba estresado.

Sabía muy bien lo que decía, porque desde muy pequeña le encantaba criar mascotas, a punto tal que había adoptado un cóndor serrano, que crió desde pichón. El ave parecía muy casera, pero un día apareció en una granja cercana y se llevó volando una gallina entre sus garras. Mayúsculo lío se generó entre los vecinos y Nelly, finalmente decidió donar el cóndor al zoológico de la Capital provincial. Dos veces por año viajaba allí para verlo. Decía que, sin dudas, el ave la reconocía y para saludarla volaba en círculos dentro del inmenso jaulón en el que vivía confinada.

* * *
Erika no tenía hermanos, era hija de Ulrike Meinhof y Werner Grawer, oriundos de Regensburg, en el centroeste de Alemania, donde administraban una modesta tienda de alimentación y afines. Eran gente común, ajena a la política del régimen nazi, aunque inevitables víctimas de sus consecuencias morales y materiales.
Terminado el conflicto bélico, en medio de las ruinas y la desolación, emigraron a la Argentina, como tantos otros compatriotas, unos buscando paz y comida, otros escapando del cadalso que supieron conseguir por sus crímenes de guerra.
El país de entonces, gobernado por el peronismo y con la germanofilia en auge, armonizando con los gestos oficiales que parecía no querer enterarse del triunfo aliado, los recibía con los brazos abiertos, más a los otros que a los unos.
Al igual que los padres de Erika, muchos se radicaron en Córdoba. Allí conocieron a los padres de Nelly, italianos afincados desde 1943 en el pueblo. Llegaron desde Milán, con dos niñas, tres baúles de ropas y recuerdos, huyendo de la guerra y el fascismo del ya patético Mussolini, convertido en títere de Hitler, refugiado en su bunker de Saló, sede de la fantasmal República Social Italiana, acorralado por las tropas aliadas que marchaban al norte desde  el desembarco de Sicilia y Anzio.
Erika, la alemana y Nelly, la italiana, se hicieron muy amigas desde pequeñas. El crimen de la guerra las había juntado en un bucólico pueblo de las sierras cordobesas, de un país ignoto a miles de kilómetros de dónde habían nacido. Sus padres huyeron del totalitarismo y aquí se encontraron con un régimen blando, que sin embargo respiraba aires autoritarios y demagógicos con simpatías hacía los mismos que amargaron la vida de sus familias. Pero de todo eso, ellas en aquella época nada sabían por su edad y porque  la tranquilidad y la belleza de las sierras las envolvía en una gran felicidad.

Fueron juntas al colegio primario y su condición de “gringas” las unió para siempre ante las bromas de sus compañeros que se reían cuando pronunciaban mal las palabras difíciles del nuevo idioma.
Ya adolescentes decidieron ir a tomar clases particulares de inglés, que impartía con mucho rigor la profesora Collins, “la vieja”, como ellas le decían en secreto. Nelly se dedicó más tarde a estudiar música, años de teoría y solfeo, aprendiendo a tocar el piano. Como profesora daba clases y cantaba en el coro del pueblo. Erika, se orientó al deporte y se radicó durante cuatro años en Córdoba Capital para estudiar un profesorado en educación física. A su regreso trabajó en una escuela poco tiempo. Se casó, y se dedicó a las plantas y las flores que comercializaba en un vivero junto a su casa, en el borde del río Los Sauces.

El tiempo y la vida, que son las caras de la misma moneda, las fue separando sin que ellas mismas se dieran cuenta. La política, los fantasmas que nos habitan, los estilos de vida y las ideologías, el cómo cada quien ve y explica los dimes y diretes del mundo, suelen ser muros antes que puentes. Son el canto de esa moneda, el borde sobre el que los hombres sostienen sus creencias y hacen o dejan de hacer cosas para intentar cada día que la moneda siga en equilibrio rodando y no caiga sobre alguna de sus caras. A veces la vida es sólo paso del tiempo, rutina sin honrarla. Otras veces es proyecto y acción, futuro y crecimiento que hace del tiempo un acompañante confortable antes que una amenaza a la identidad.
Nelly vivía ahora en Buenos Aires, en un departamento amplio del barrio de Belgrano y dirigía un Conservatorio de Música. Era fiel asistente a los conciertos en el Teatro Colón y estudiaba la historia de la Opera en Occidente, que pensaba recrear escribiendo un libro postergado ya por varios años. Seguía soltera después de muchos noviazgos frustrados.

*  *  *
Una mañana Nelly recibió un email de la hija de la recordada profesora Collins. Le sorprendió, porque hacía casi dos años que no se comunicaban. Le escribía para comentarle que estaba conmovida por una extraña noticia y suponía que a Nelly le interesaría enterarse, o quizá ya lo sabía: el viejo “Tierno”, había desaparecido de manera extraña: la cadena estaba intacta y el collar de cuero roto. Era casi imposible que un animal de veinte años de rutina doméstica, un día él sólo se hubiera sacado el collar. Todo indicaba que sería un robo. Durante días lo buscaron por el pueblo, pero sin rastro alguno. ¿Acaso se habría ido a la sierra...? No parecía posible, terminaba el texto.
Nelly quedó conmovida, perturbada, porque la imprevista novedad la arrojaba nuevamente a los recuerdos de su niñez. La escena de la llegada del puma en brazos de Erika, cuando ella cumplía los quince años. Hubiera esperado la noticia de la muerte del animal, previsible por su avanzada edad, pero no su extraña desaparición…o tal vez robo. ¿Quién podría querer un puma que casi ya no podía mantenerse en pié? Decidió escribir y averiguar más. A la vuelta del correo se enteró que luego de la denuncia policial, cuyo expediente se rotuló “Desaparición de felino en cautiverio”, se lo buscó por casi dos semanas sin dar con ningún rastro, lo que había provocado una gran tristeza y depresión en su dueña. Entonces Nelly averiguó si el teléfono de la alemana seguía siendo el mismo que ella tenía en su vieja agenda y se decidió a llamarla esa misma noche.

*  *  *
Han pasado ya cinco años de aquella llamada. He vuelto al pueblo de Los Tilos, luego de tanto tiempo casi nada me pareció conocido. Las calles estaban pavimentadas y vi muchos edificios nuevos. Me alojé en un pequeño hotel cercano al río y al día siguiente, desayuné temprano y me dirigí a la casa de la alemana.
Al llegar, me sorprendió ver que todo estaba igual a mis recuerdos de cuando conocí al puma que cumplía justo ese día siete años y Nelly me presentó a Erika. Sí, todo estaba igual, pero sin gente. Los pastos habían cubierto algunos macetones y la casa tenía sus ventanas tapiadas con maderas. Entonces de pronto vi la tabla y el poste donde siempre estaba el puma dispuesto a sacarse una foto con algún turista. Al costado, la cadena oxidada y entre algunas ramas se adivinaba el cartel con el nombre grabado en madera. “Tierno”.
No encontré siquiera un vecino cerca para preguntar qué fue de la vida de Erika y su familia. ¿Seguirían viviendo en el pueblo? ¿Habrían emigrado a otra ciudad?..Pensé que al volver al hotel, alguien seguramente respondería a esas preguntas.
Ignoraba que muy lejos de ahí, en un país extraño a miles de kilómetros de Los Tilos, en un museo de ciencias naturales, detrás de una vitrina que envolvía una escena silvestre de cartón pintado, un puma embalsamado rugía feroz, mirando con ojos de vidrio a los entretenidos visitantes.


*  *  *

(*) © by AFG. “El Puma de la alemana” es un relato que integra el libro “Pieza de Museo” (Volumen III: Historias Sentidas, de la serie de relatos “Historias…”) de Alberto Farías Gramegna;  R&S Ediciones, Mula (Murcia, España, 2020) Editado y a la espera de presentación pública.



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