(Un relato de Alberto Farías Gramegna)
E
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l animal tenía siete años
cuando lo conocí.
De piel clara, cabeza grande,
patas firmes y penetrantes ojos pardos, miraba seguro de su belleza que inspiraba admiración y respeto,
que era ese caso la forma de decir “temor”.
Erika Grawer, una alemana
conocida en el pueblo cordobés de Los Tilos, como “La alemana” lo había
encontrado cuando tenía horas de parido,
extrañamente vagando solo cerca de un peñasco, donde el río Los sauces se precipita
al valle de Traslasierra.
Con miedo a que la madre de la pequeña fiera apareciera
furiosa, esperó armada sobre una gran explanada de piedra durante tres horas
pero la fiera nunca llegó en busca de su
cachorro. Después se enteró que había
muerto por las balas de un pastor en venganza por los constantes ataques a sus
rebaños de cabras.
La alemana lo crió como se
cría a un gato mimoso, con leche en mamadera y caricias, el puma dormía en el
living sobre una alfombra persa y cerca del hogar donde ardían los leños en el frío invierno de
las montañas cordobesas.
En las tardes cálidas del
estío el puma correteaba jugando por el jardín de la casa y trepaba al árbol más alto junto al corralón,
sin salir jamás fuera de los límites de la medianera.
La novedad que excitó a los
vecinos del pueblo, se fue agotando con
el correr de los meses y al final del primer año ya se había incorporado a la
vida rutinaria del lugar como un icono que prometía entusiasmar a los turistas que llegaban en verano y
resultar un buen negocio para la propietaria del animal.
Una mañana, llegó un señor
jubilado, alto y delgado, luciendo una cabellera blanca frondosa que aparentaba
ser muy natural. Locuaz y alegre se acercó al jardín de la casa batiendo palmas.
Enterado en el pueblo de la
existencia del puma, vino a pedirle a la alemana que lo dejara fotografiarse
junto a él para llevar un recuerdo
curioso del lugar. Ella no puso reparos.
El puma se comportó de
maravilla y posó lo más campante junto al
motivado turista, quien incluso llegó a ponerle la mano en el lomo,
mientras lo fotografiaban varias veces.
Al momento de los agradecimientos y la despedida el hombre preguntó de pronto:
-Seré curioso... ¿Cuánto puede
costar un animal como éste?
-No tengo idea, nunca se me
ocurrió averiguar porque jamás lo vendería
-respondió la alemana con un tono entre sorprendida e inquieta- Lo
encontré perdido, de pequeño en la sierra.
-Qué raro…-dijo el hombre-
porque los pumas adultos cuidan mucho a sus crías…
-Es que a la madre la mataron
porque bajaba a las granjas y atacaba a los animales de corral
-¡Ah...! Ahora entiendo,
pobrecito... ¡Tan chiquito y quedarse huérfano! -respondió el hombre- Y
enseguida agregó cambiando el tono de voz: -Los felinos cuando se los desteta
pequeños, sufren un cambio de comportamiento siendo adultos, son más inestables
emocionalmente, más impulsivos y cuesta adiestrarlos.
Hablaba con suficiencia, como si supiera de la vida
de animales silvestres.
-¿Le parece?...-dijo la
alemana sorprendida- Yo no he notado eso…Tiene casi siete años y es muy
dócil...
-No lo dudo -dijo él, mientras
acariciaba la cabeza del puma- Es una generalidad, siempre hay excepciones. Es
un animal hermoso.
Por fin pregunto con la
ansiedad de un niño: -¿Cómo se llama?
-Tierno
-¿Tierno…? Muy original…Me
gusta.
-Se lo puso una amiga, vecina
del barrio, que lo vio apenas lo traje al pueblo. “Es una ternura de pumita”,
dijo y al rato lo empezó a llamar “Tierno”…y con el correr de los días, le
quedó ese nombre…Tierno. Algunos amigos dicen que vienen de visita a “la casa de Tierno”.
Al cabo de un rato de
conversación sobre pumas y costumbres pueblerinas, el visitante se retiró
prometiendo volver en las vacaciones del año siguiente.
Erika lo vio partir en un
viejo Kaiser Carabela y pensó en toda la gente que había conocido durante años,
por las visitas que los turistas curiosos le hacían para fotografiarse con el
puma mascota.
Nelly, la amiga que lo
bautizó, le decía siempre que no lo exponga tanto a la excitación de tanta
gente, porque si bien Tierno era ya un “gato grande” y doméstico, su naturaleza
era salvaje y muchas veces, el animal se mostraba estresado.
Sabía muy bien lo que decía,
porque desde muy pequeña le encantaba criar mascotas, a punto tal que había
adoptado un cóndor serrano, que crió desde pichón. El ave parecía muy casera,
pero un día apareció en una granja cercana y se llevó volando una gallina entre
sus garras. Mayúsculo lío se generó entre los vecinos y Nelly, finalmente
decidió donar el cóndor al zoológico de la Capital provincial. Dos veces por
año viajaba allí para verlo. Decía que, sin dudas, el ave la reconocía y para
saludarla volaba en círculos dentro del inmenso jaulón en el que vivía
confinada.
* * *
Erika no tenía hermanos, era
hija de Ulrike Meinhof y Werner Grawer, oriundos de Regensburg, en el
centroeste de Alemania, donde administraban una modesta tienda de alimentación
y afines. Eran gente común, ajena a la política del régimen nazi, aunque
inevitables víctimas de sus consecuencias morales y materiales.
Terminado el conflicto bélico,
en medio de las ruinas y la desolación, emigraron a la Argentina, como tantos
otros compatriotas, unos buscando paz y comida, otros escapando del cadalso que
supieron conseguir por sus crímenes de guerra.
El país de entonces, gobernado
por el peronismo y con la germanofilia en auge, armonizando con los gestos
oficiales que parecía no querer enterarse del triunfo aliado, los recibía con
los brazos abiertos, más a los otros que a los unos.
Al igual que los padres de
Erika, muchos se radicaron en Córdoba. Allí conocieron a los padres de Nelly,
italianos afincados desde 1943 en el pueblo. Llegaron desde Milán, con dos
niñas, tres baúles de ropas y recuerdos, huyendo de la guerra y el fascismo del
ya patético Mussolini, convertido en títere de Hitler, refugiado en su bunker
de Saló, sede de la fantasmal República Social Italiana, acorralado por las
tropas aliadas que marchaban al norte desde
el desembarco de Sicilia y Anzio.
Erika, la alemana y Nelly, la
italiana, se hicieron muy amigas desde pequeñas. El crimen de la guerra las
había juntado en un bucólico pueblo de las sierras cordobesas, de un país ignoto
a miles de kilómetros de dónde habían nacido. Sus padres huyeron del
totalitarismo y aquí se encontraron con un régimen blando, que sin embargo
respiraba aires autoritarios y demagógicos con simpatías hacía los mismos que
amargaron la vida de sus familias. Pero de todo eso, ellas en aquella época
nada sabían por su edad y porque la
tranquilidad y la belleza de las sierras las envolvía en una gran felicidad.
Fueron juntas al colegio
primario y su condición de “gringas” las unió para siempre ante las bromas de
sus compañeros que se reían cuando pronunciaban mal las palabras difíciles del
nuevo idioma.
Ya adolescentes decidieron ir
a tomar clases particulares de inglés, que impartía con mucho rigor la
profesora Collins, “la vieja”, como ellas le decían en secreto. Nelly se dedicó
más tarde a estudiar música, años de teoría y solfeo, aprendiendo a tocar el
piano. Como profesora daba clases y cantaba en el coro del pueblo. Erika, se
orientó al deporte y se radicó durante cuatro años en Córdoba Capital para estudiar
un profesorado en educación física. A su regreso trabajó en una escuela poco
tiempo. Se casó, y se dedicó a las plantas y las flores que comercializaba en
un vivero junto a su casa, en el borde del río Los Sauces.
El tiempo y la vida, que son
las caras de la misma moneda, las fue separando sin que ellas mismas se dieran
cuenta. La política, los fantasmas que nos habitan, los estilos de vida y las
ideologías, el cómo cada quien ve y explica los dimes y diretes del mundo,
suelen ser muros antes que puentes. Son el canto de esa moneda, el borde sobre
el que los hombres sostienen sus creencias y hacen o dejan de hacer cosas para
intentar cada día que la moneda siga en equilibrio rodando y no caiga sobre
alguna de sus caras. A veces la vida es sólo paso del tiempo, rutina sin
honrarla. Otras veces es proyecto y acción, futuro y crecimiento que hace del
tiempo un acompañante confortable antes que una amenaza a la identidad.
Nelly vivía ahora en Buenos
Aires, en un departamento amplio del barrio de Belgrano y dirigía un
Conservatorio de Música. Era fiel asistente a los conciertos en el Teatro Colón
y estudiaba la historia de la Opera en Occidente, que pensaba recrear
escribiendo un libro postergado ya por varios años. Seguía soltera después de
muchos noviazgos frustrados.
*
* *
Una mañana Nelly recibió un email de la hija de la recordada
profesora Collins. Le sorprendió, porque hacía casi dos años que no se
comunicaban. Le escribía para comentarle que estaba conmovida por una extraña
noticia y suponía que a Nelly le interesaría enterarse, o quizá ya lo sabía: el
viejo “Tierno”, había desaparecido de manera extraña: la cadena estaba intacta
y el collar de cuero roto. Era casi imposible que un animal de veinte años de
rutina doméstica, un día él sólo se hubiera sacado el collar. Todo indicaba que
sería un robo. Durante días lo buscaron por el pueblo, pero sin rastro alguno.
¿Acaso se habría ido a la sierra...? No parecía posible, terminaba el texto.
Nelly quedó conmovida,
perturbada, porque la imprevista novedad la arrojaba nuevamente a los recuerdos
de su niñez. La escena de la llegada del puma en brazos de Erika, cuando ella
cumplía los quince años. Hubiera esperado la noticia de la muerte del animal,
previsible por su avanzada edad, pero no su extraña desaparición…o tal vez
robo. ¿Quién podría querer un puma que casi ya no podía mantenerse en pié?
Decidió escribir y averiguar más. A la vuelta del correo se enteró que luego de
la denuncia policial, cuyo expediente se rotuló “Desaparición de felino en
cautiverio”, se lo buscó por casi dos semanas sin dar con ningún rastro, lo que
había provocado una gran tristeza y depresión en su dueña. Entonces Nelly
averiguó si el teléfono de la alemana seguía siendo el mismo que ella tenía en
su vieja agenda y se decidió a llamarla esa misma noche.
*
* *
Han pasado ya cinco años de
aquella llamada. He vuelto al pueblo de Los Tilos, luego de tanto tiempo casi
nada me pareció conocido. Las calles estaban pavimentadas y vi muchos edificios
nuevos. Me alojé en un pequeño hotel cercano al río y al día siguiente,
desayuné temprano y me dirigí a la casa de la alemana.
Al llegar, me sorprendió ver
que todo estaba igual a mis recuerdos de cuando conocí al puma que cumplía
justo ese día siete años y Nelly me presentó a Erika. Sí, todo estaba igual,
pero sin gente. Los pastos habían cubierto algunos macetones y la casa tenía
sus ventanas tapiadas con maderas. Entonces de pronto vi la tabla y el poste
donde siempre estaba el puma dispuesto a sacarse una foto con algún turista. Al
costado, la cadena oxidada y entre algunas ramas se adivinaba el cartel con el
nombre grabado en madera. “Tierno”.
No encontré siquiera un vecino
cerca para preguntar qué fue de la vida de Erika y su familia. ¿Seguirían
viviendo en el pueblo? ¿Habrían emigrado a otra ciudad?..Pensé que al volver al
hotel, alguien seguramente respondería a esas preguntas.
Ignoraba que muy lejos de ahí,
en un país extraño a miles de kilómetros de Los Tilos, en un museo de ciencias
naturales, detrás de una vitrina que envolvía una escena silvestre de cartón
pintado, un puma embalsamado rugía feroz, mirando con ojos de vidrio a los
entretenidos visitantes.
*
* *
(*) © by AFG. “El Puma
de la alemana” es un relato que integra el libro “Pieza de Museo” (Volumen
III: Historias Sentidas, de la serie de relatos “Historias…”) de Alberto Farías
Gramegna; R&S Ediciones, Mula (Murcia,
España, 2020) Editado y a la espera de presentación pública.
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