La soberbia
ignorancia
(el virus de
los necios)
Por Alberto Farías Gramegna
“Hablan con la seguridad que sólo da la ignorancia” - Jorge Luis
Borges
“Donde hay soberbia, allí habrá ignorancia, mas
donde hay humildad, habrá sabiduría."-
Salomón.
“La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de
donde subió”- Francisco de
Quevedo
Para una mirada religiosa del
mundo la soberbia es un pecado. Luego hacer que el soberbio mude en humilde es
cuestión de milagro. No soy religioso, ni creyente en doctrina fundamentalista
alguna, pero coincido plenamente tanto en la valoración negativa de la soberbia
como en la noción de “pecado”, en sentido amplio y secular.
Para un ateo, entonces, el pecado
será la desmesura de su narcisismo, la desestima y la negación del otro en nombre
de sus impulsos egoístas, que -por inmanencia de su naturaleza pre-socializada-
son en el perfecto sentido del vocablo, amorales.
De modo que para la llamada por el psicoanálisis “conciencia moral”, será pecado ceder ante el impulso de
desestimar y despreciar al otro, en tanto entidad existente capaz de activar mi
identificación con sus afectos, los de él que son semejantes a los míos.
Ya en el terreno extremo de la
psicopatología, tomemos como ejemplo el psicópata que, por su parte, peca de la
más absoluta insolidaridad para con sus “víctimas”,
que solo son objetos manipulables y con las que nunca se identificará sintiendo
culpa. No hay pues empatía en el psicópata: “El mal es la falta de empatía con el otro”, le dice el capitán
Gustave Gilbert, (Matt Craven) al fiscal general Jackson (Alex Baldwin), acusador en el juicio de los crímenes
nazis. El extraordinario diálogo se
desarrolla en un clima de enorme emocionalidad en un pasaje clave del film
Nüremberg.
Como siempre digo…
Veamos ahora algunas
consideraciones acerca de la modalidad comunicacional de la soberbia.
Pecar de soberbia es no saber
escuchar. Desestimar la palabra del otro enarbolando la propia por sobre todos y todo,
alardeando de mis certezas con un chabacano
“yo te canto la justa”.
La soberbia es un retoño
compulsivo de la omnipotencia propia del adolescente, o del narcisista ególatra
(que en definitiva no es más que un
adolescente tardío). El soberbio no cree
que tenga cosas que aprender, nunca duda de lo que dice. Siempre dando
lecciones a sus ocasionales interlocutores, no dialoga, pontifica y está
convencido de saberlo todo de todo. Su visión de los hechos y las cosas “es” el
reflejo fiel de la realidad que él ve con claridad indiscutible, por lo que
discutir es ocioso.
Desde una perspectiva epistémica
vemos que la persona soberbia aplica una misma lógica universal de
diagnóstico y conocimiento a todas las cosas del mundo, que él está convencido
de conocer en su profunda “esencia”. Así nos
cuenta de primera mano “como son las
cosas en realidad” (sic) y en su insensata
construcción perceptiva reduce la complejidad polícroma del mundo hasta
llegar a un simplismo burdo e ingenuo. El soberbio se reitera en su personaje
social enfatizando una suerte de “marca de agua” que, casi sin conciencia, confirma
la certeza de su percepción. Hay aquí una egocéntrica inmutabilidad en su diagnóstico de esto y aquello, que se realimenta con entusiasmo en el acto
redundante de una clásica enunciación: “como
yo siempre digo”.
Vamos al punto: en el fondo de su
egolatría el soberbio es un ignorante, pero lo extraordinario es que él no sabe
que no sabe. Y por eso siempre cree estar en lo correcto. Si los que lo rodean
no lo advierten o aplauden sus errores, el resultado será más soberbia y más
ensimismamiento. Traigo un ejemplo de la sociología política: en la Italia fascista de Benito
Mussolini, los seguidores fanáticos ante cualquier juicio disparatado del
“Duce” solían repetir con ciega necedad: “Mussolini
nunca se equivoca”… ¡Y vaya si se equivocó!
La docta ignorancia
Veamos ahora para terminar, el
ejemplo antitético del soberbio: hablo del hombre sabio, de “el erudito”. La
persona erudita no puede caer en una actitud soberbia, pues por defecto, su
límite a la desmesura es la certeza de un saber paradojal: “sabe que no sabe”,
o mejor que sabe parcialmente, y eso mismo lo hace consciente más de su carencia que de su potencia, asume la condición productiva de su “docta
ignorancia”.
El hombre sabio siente -no uso esta palabra por azar- que siempre
tiene algo más por aprender y cuanto más
aprende, más sospecha lo poco que sabe, lo mucho que le resta por saber, que
finalmente es siempre “un todo” infinito. Por eso su divisa es la relatividad
de las certezas, y también por eso intenta llegar al conocimiento parcial de las
cosas a través de la duda.
A diferencia del patético soberbio, el sabio erudito es
sencillo, sin impostación, humilde y sabe escuchar porque ama aprender. Tiene al otro -a la sazón interlocutor- por fuente de información y conocimiento, la fuente
que su pasión por saber necesita. El erudito es por fuerza curioso y deviene en
sabio con el curso de su vida. Experimenta
-y como decía Machado- tal es capaz de mudar de opinión si el otro o la vida misma lo convence de su error, o le muestra que una
verdad del pasado puede ser una mentira del presente. El erudito dialoga, (logos
compartido) escuchando más que hablando. Sin embargo importa reconocer que hay también personas que sin
ser puntualmente “eruditas” son espontáneamente
sabias: ellas también saben que no saben y por eso escuchan con humildad y
talento, porque si son inteligentes, luego construirán sus propios criterios de
erudición.
Muy lejos de esta deseable
actitud el soberbio como se dijo al “no saber que no sabe” -parafraseando a Borges- ignora su propia ignorancia, reincidiendo una y otra vez en la torpeza y el
error, lo que es un nuevo pecado de necedad agregado al de soberbia original. Y
ya se sabe que entenderse con un necio es… ¡un verdadero milagro! -
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