por
Alberto Farías Gramegna
“ (…) Constituir
la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a
la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de
la libertad (…)”- Preámbulo de la Constitución de la Nación Argentina
“El
Gobierno es una necesidad de civilización, porque es instituido para dar a cada
gobernado la seguridad de su vida y de su propiedad. Esta seguridad se llama y
es la libertad.”- JB Alberdi
“Nos
encontramos tantas veces en complicados cruces que nos llevan a otros cruces,
siempre a laberintos más fantásticos. De alguna manera tenemos que escoger un
camino.”- Luis
Buñuel
El genial catalán nos presenta un mundo fantástico y
onírico del revés, con pequeñas historias subrepticiamente enlazadas por una
lógica críptica (una de las cuales trascurre
en Argenton, -valga el topónimo- una comuna francesa sobre el río Creuce) que
al jugar con el absurdo de invertir los valores del sentido hacen que la
libertad nos espante como un fantasma que no controlamos y altera nuestra
molicie mental. El corolario del mensaje surrealista está muy lejos de ser
anodino y mucho atañe al aparente comportamiento irracional de la sociedad
argentina: si dejamos de pensar la cotidiana realidad de males como el mero
discurrir azaroso de hechos anecdóticos inconexos, sin causalidad -y ante los
que el lugar común “es lo que hay” expresa un resignado sometimiento
psicológico-, para entender que la libertad es la capacidad que tenemos de
ordenar las prioridades de nuestras necesidades, se descubre que la primera es
la libertad misma para decidir aquel orden.
Ante los laberintos cotidianos -nos dice Buñuel- “de alguna
manera tenemos que elegir un camino”, y aquí aparece una cuestión relevante: la
que alude a la manera de elegir el camino que nos aleje primero de los
laberintos mentales para encontrar luego la salida de los físicos.
Las imaginarias ropas del rey
Cuando en una sociedad todo parece ser y no ser a la vez la diferencia
entre realidad y fantasía se borra paulatinamente y los significados de
silencios y palabras mutan como envueltos en un inquietante sueño a la manera
de “Alicia en el país de los espejos”, donde nada resulta lo que parece ser. Como
cínicamente quería Humpty Dumpty, las palabras dicen lo que los intereses de
quien manda en cada momento quiere que digan. Ante el desafío de los laberintos
mencionados por Buñuel, la alternativa innoble e ingenua de editar la realidad
para que coincida fugazmente con nuestras necesidades inmediatas, lleva al cabo
de un tiempo a la indeseada angustia por la vivencia paradojal de una
inquietante irrealidad material de las cosas y los hechos, un “como si” propio
del despertar confuso de una duermevela. Tal como en la caída
catastrófica de la ilusión que mostró la real desnudez del emperador del
cuento, pretendidamente vestido con un traje mágico de ricas telas que solo
podía ser visto por los iluminados y elegidos. Es que el encantamiento y la
fascinación se sostienen en la negación de lo percibido y cuando se deshace da
lugar a la vergüenza y al miedo difuso porque el sujeto se queda sin palabras
para explicar lo inesperado: se pasa de lo maravilloso a lo siniestro. Los
psicólogos llaman a esto vivencia “traumática” y los
filósofos existencialistas, reacción de pánico por el desamparo del
“ser-en-el-mundo-con-los-otros”, ya que produce una injuria narcisista a la
autoestima y una confusión de la identidad propia. Más que nunca en los tiempos
que corren, de incertidumbre pandémica y confinamiento controvertido, el “hombre
de la calle”, ora potencial ciudadano comicial, ora frecuente cliente
subsidiado incluido en la ambigua y polisémica categoría de “pueblo”, expresa
-generalizo por fuerza- una cultura sesgada transversalmente por un conjunto de
miedos colectivos imprecisos y camuflados
en los giros de la lengua coloquial del café, del mercadito o de la fugaz
charla con barbijo en la cola del banco: nos habla de mitos persistentes,
oquedades ideológicas perimidas, mentiras conniventes toleradas, oscuros
crímenes sospechados, felonías burdamente festejadas, necios silencios complacientes
y últimamente escepticismo ciudadano extremo encarnado en la delicada vivencia
de “no creer en nada ni a nadie”.
Finalmente victimario y víctima de su actitud contemplativa y simuladora,
responsable por acción u omisión, nuestro hombre es heredero de una inercia
mental trans-generacional resumida diría Aguinis- en el necio y atroz encanto
del “yo argentino”, que subsumió la libertad en una cosmovisión determinista naturalizando
lo abyecto en una dinámica social signada por la noria del algo que cambiaba
para que nada cambie. Preferencia facilista por delegar su responsabilidad
cívica siempre en un cesarismo pragmático, expresión al fin de cuentas de un oportunismo
moral en los principios que diferencian lo bueno de lo malo y lo malo de lo
feo, otra forma de decir lo justo de lo injusto. Como bien observa Alberto
Moravia: “Curiosamente, los votantes no se sienten
responsables de los fracasos del gobierno que han votado”. Pero de eso no se habla y de lo que no se
habla se enferma.
El día que
Alberdi lloró
Y finalmente Alberdi lloró porque Argentina es hoy un país con sus instituciones
republicanas gravemente
deterioradas y una democracia formal de
muy baja calidad. El pleno funcionamiento de aquellas es clave para que una
democracia no se parezca a la tiranía de mayorías circunstanciales, preservando
en el marco de un Estado de Derecho, la libertad de expresión, de opción y de
acción real del ciudadano, diferenciándose así del mero habitante de un territorio.
Es frecuente que nuestro “hombre de la calle” no pondere la diferencia entre democracia “a
secas” y “democracia republicana”, asimilando genéricamente la una a la otra,
sin entender que solo la última garantiza la efectiva división de poderes y en
este caso puntual, el sistema de administración federal que consagra la
Constitución. Los populismos tercermundistas surgidos en las últimas cinco
décadas, en cambio, enfatizan solo la legítima representatividad popular de
origen, pero desestiman y rechazan las formas, los límites y los controles
republicanos, deslizándose con frecuencia por acción u omisión a estilos
autoritarios y demagógicos de gobierno que abren la puerta a la
discrecionalidad, la desmesura y la corrupción. El desafío de la política en
pos de recuperar su credibilidad será no obturar la incertidumbre social solo con
promesas electorales de maravillosos cambios mágicos, sino plantear contextos
autocríticos de elaboración de lo perdido para mudarlos en proyectos colectivos
vitales y realistas de esfuerzos consensuados, que contengan el pasado común
pero sublimado en futuro y sin la neurótica queja de un puro presente. Para que
la libertad no sea un fantasma.
© by AFG (2015) actualizado 2020.
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