La abuela Lidia en mi
recuerdo
por Alberto Farías
Gramegna
A
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la abuela Lidia
la conozco desde que llegó al barrio, hace cuarenta años. En aquella época, claro,
no era abuela. Tres hijos tiene y ahora nueve nietos. Su hija menor vive en
Rosario, la segunda en Buenos Aires y el hijo mayor en Mar del Plata. Nueve
nietos -ya lo dije- todos en la foto y la abuela en el medio sentada en el
sillón del living de su casa. Está
puesta en un cuadrito que tiene sobre su mesa de luz. Mi madre la conoce mucho,
porque es su vecina de siempre, la única amiga. Bueno en verdad Lidia no tiene
muchas, ya que es -como dice ella- “un
poco ermitaña”.
Sus ocupaciones
-además de limpiar su departamento y mirar televisión- son hablar por
teléfono y visitar a sus hijos llevando regalos. Camina mucho, aunque siempre
despacito porque se agita. Le encanta ir dos veces por día al supermercado
porque eso la entretiene. La abuela
Lidia solo compra marcas conocidas en las que ella confía desde su juventud.
Rara vez come fuera de su casa porque no le agradan demasiado los restaurantes.
Prefiere tomar colectivos antes que taxis. Son
porfías de la edad.
La recuerdo caminando por las calles de Caseros con
sus hijos pequeños, activa y ocupada yendo a la feria callejera de los martes,
que se extendía a lo largo de dos cuadras vendiendo todo lo imaginable. La veo
correr al almacén de Don Raúl a comprar con la libreta. Más tarde se instaló en
el barrio la fiambrería de Don Jesús y entonces la abuela Lidia reemplazó las
viejas botellas marrones de La Martona por los novedosos sachet de la
Cooperativa Lechera local.
La recuerdo en la puerta de su casa despidiendo al
marido con un mate en la mano. Lavando la vereda, tendiendo la ropa en la
terraza o persignándose ante la imagen de Santa Teresa, instalada en el pequeño
nicho del palier de entrada. La abuela Lidia cantaba canciones alegres mientras
pasaba el plumero, mirando de reojo la foto que la mostraba juvenil, con
pollerita cortona, cabello ensortijado con una flor aplicada y mano a la cintura
remedando a Rita Hayworth.
Ella también, a su manera, hizo
realidad “el sueño de Princesa”. El atrio de la Iglesia la vio salir emocionada
arrastrando la interminable cola de su vestido de novia, del brazo de un gallardo
teniente de uniforme blanco y sable corvo al uso, que después la amó haciéndola
madre de sus tres ilusiones con nombres cristianos. Era yo aquel sublime día un
chico de pelo engominado, pantalones cortos y zapatos Grimoldi que entre la
muchedumbre entusiasta se divertía arrojándoles puñados de arroz al tiempo que mi madre gritaba el previsible “¡Que
vivan los novios!”.
La recuerdo también en el Kaiser
Carabela de sus padres año tras año rumbo al verano cordobés. Y saludando a mi
madre en la vereda o haciendo cola en la puerta del cine Urquiza para ver
a Cary Grant y Deborah Kerr en “Algo para recordar”.
O en la escuela 83 -donde yo también cursaba el primario- a la
salida del alumnado turno tarde. Y los sábados con sus hijas en las tiendas El
Asombro o en las Galerías Marisi.
La abuela Lidia fue una hija
obediente y una hermana cariñosa. La primera rebeldía la encontró defendiendo
su noviazgo con aquel joven militar peronista de nariz afilada, ojos vivaces y
verba seductora. Su matrimonio después no halló la armonía soñada que los
flashes y las mesas servidas parecían anunciar y entre desiguales y estiradas
crisis, con enorme convicción acerca del valor de la fidelidad y el temple, llegó
a la meseta de la calma justo en la madurez de la vida y la emancipación de los
retoños. Quizá esos fueron para ella sus años más felices en pareja, los más
sosegados, los del perdón y la mirada cansada que hace las cosas trasparentes y
las ideas relativas. Por fin los primeros nietos la ubicaron en una nueva y
extraña identidad: la de ser abuela.
El barrio entonces la vio mudarse a
una zona más moderna, pero también más anónima. Eran épocas de bonanza y rutina
previsible. Pero las historias humanas son inoportunas y desatentas para quien
se gana con arrugas en las manos el derecho a la sonrisa. La precoz viudez
agregó un nuevo y doliente estado a su condición de abuelidad. A su pesar se
fue convirtiendo entonces en la mujer de hierro y templanza que supo reinventarse sin ayuda en
el bunker emocional de su nuevo y pequeño departamento, acondicionado lejos de
los objetos de la nostalgia. Evitando reencontrarse con fantasmas no deseados,
batalló más que nunca buscando un lugar
necesario en medio de un mundo cambiado que cambió también su vida.
Y un día se puso a escribir cuentos
infantiles que ella misma inventaba para contárselos a sus nietos. Y otro día,
para su cumpleaños, los hijos le editaron un libro con todos aquellos relatos.
Y Lidia, la novel escritora, fue muy
feliz ese día, arropada por toda su familia. Con una admirable capacidad de sana
adaptación a esos cambios, la abuela Lidia hizo de este tiempo su tiempo, el de
hoy, sin ceder a la tentación de
aferrarse al sepia de las fotos, que -aunque sospecho guarda en algún álbum que
no muestra- no le quitan el sueño, solo
alterado de tanto en tanto por las contracturas de una ciática impiadosa.
Para ser honesto hay que decir que la
abuela Lidia es un poco hipocondríaca, pero ¡qué menos se le puede pedir a
quien se bancó lidiar (nunca mejor aplicado el verbo) con enfermedades de tres
generaciones!
Así es esta señora, vecina de mi
barrio y amiga de mi madre, amorosa incondicional con su familia, muy casera,
aunque viajera frecuente por necesidad, intuitiva sorprendente, a veces
solitaria a su pesar, mujer independiente, en el fondo tolerante con la modernidad,
suspicaz por naturaleza, prevenida del
calor del verano, obsesiva con los alimentos, un poco fóbica con la gente que
no conoce, más moderna de lo que aparenta su vestir y sus prejuicios, querible
por su indulgencia y sobre todas las cosas muy buena persona, mi amiga…la
abuela Lidia.
* * *
Muy tierna descripción de alguien querible. Estas son pequeñas grandets historias. Gracias Alberto.
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