La inmensa pena de un extravío
Por Alberto Farías
Gramegna (*)
“Sufro la inmensa pena de tu extravío…Siento
el dolor profundo de tu partida ” - Lágrimas negras
“Le tocaron, como a todos los hombres,
malos tiempos en que vivir…” -
J L Borges
I
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nicio esta nota definiendo
cuatro conceptos psicosociales disfuncionales: anomia, desquicio, apatía y
extravío, apoyándonos en sendas definiciones de la RAE.
Anomia: Ausencia de ley
/ Conjunto de situaciones que derivan de la carencia de
normas sociales o de su degradación /
Trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por su
nombre.
Apatía: Impasibilidad del ánimo / Dejadez, indolencia, falta de vigor o energía.
De la interacción de esta tetranomía surge una
configuración actitudinal psico-socio-cultural que llamaremos “sesgo de
escepticismo social”, que atraviesa a las personas y sociedades en las que se
manifiesta aquella interacción.
Más que una secuencia más o menos lineal de efectos, en
la práctica estos resultan dialécticos y reforzadores de las causas primeras: la
anomia produce desorden que suele derivar en apatía, es decir, indolencia ante
lo indeseado cotidiano que deviene incómodo y molesto; lo que provoca actitudes
enrevesadas y a primera vista absurdas, pero funcionales a la conjura de las
amenazas que aquel desorden y la anomia producen: trampa mata ley. Es un “caos
organizado” instalado en la cultura que provoca una lectura amañada y
distorsiva de la realidad: el hombre anómico lee los mensajes entre líneas y a lo
manifiesto le supone siempre una intencionalidad oculta, en general antinómica.
Un país con el
alma en pena
En el año 2002
publiqué una nota titulada “El argentino triste”. Comentaba una encuesta anónima
(con valor de caso, no estadístico) a la sazón administrada a 50 personas adultas
de clase media, interpeladas al azar durante sus tareas laborales cotidianas en
diferentes lugares de Mar del Plata.
Preguntadas
“¿Cómo definiría su estado de ánimo actual?”, dieron mayoritariamente respuestas
típicas tales como: “Algo triste, por la situación del país”, “La esperanza es
lo último que se pierde”, “Cansado/a, pero la sigo peleando” “Desesperanzado/a,
aunque no voy a bajar los brazos” “Incrédulo/a” “Asqueado/a con los dirigentes”
“Poca voluntad, pero no queda otra que trabajar y seguir adelante” “Bajoneado/a
porque nunca se resuelven los mismos problemas” “Con ganas de irme del país,
aunque no es fácil”, etc. Quizá hoy, 18 años después, las respuestas no fueran
demasiado diferentes. Propongo la hipótesis que especula acerca de una
tendencia instalada en aproximadamente 2/3 de la sociedad argentina (por fuerza
generalizamos) que la emparenta más al pasado que al futuro. Un pasado idílico
vinculado a un supuesto estado de gracia devenido del Estado encarnado en la
persona de líderes omnipotentes y autoritarios. El concepto psico-sociológico
de “personalidad básica” (Kardiner y Linton) explica la actitud y la motivación
del “carácter nacional”: la nostalgia de lo no vivido. En este caso el vínculo
al pasado se imbrica con la “pérdida inconsolable” del objeto amado e
idealizado (el mítico relato), que lleva a una suerte de “duelo patológico”,
nunca resuelto; como en la pieza teatral “Esperando a Godot”.
Por
eso la sociedad habla siempre de los mismos temas del pasado como recuerdos del
futuro, en clave de queja y haciendo “un tango de cada cosa”. En ese sentido
creemos que la famosa y patética “grieta” ideológica, se entiende mejor si se
plantea en términos de pasado y épica versus futuro y proyecto. El neurótico
-Freud dixit- “padece de reminiscencias”, muchas imaginarias que no puede
superar. En su texto “La neurosis de destino”, plantea que se toma el fracaso
como una condena que ha de llegar siempre luego de un logro, un destino inevitable.
En otro de sus trabajos, nos alerta sobre “los que fracasan al triunfar”,
aparente contradicción lógica; que nos recuerda el aserto de un conocido
dirigente peronista: “Los argentinos estamos condenamos al éxito” (sic).
De aquellos
barros, estos lodos
¿Cuándo se jodió la Argentina?, parafraseando
al personaje de “Conversaciones en la Catedral”, la novela de Vargas Llosa. Podríamos
responder que a partir de un grupo cívico-militar con simpatías fascistas que rompió
el orden constitucional en 1930. Luego vino la “Década infame” (no me refiero a
la autodenominada “Ganada”, sino a la del 30) que desembocó en el golpe del 43
y habilitó el advenimiento del peronismo, primer populismo estructural que marcó
a fuego “el ser nacional y popular” con una seudoideología pragmática de poder
movimientista, allende la tradición partidaria liberal republicana. La
iconografía y el discurso maniqueo de aquella época refundó y reforzó hace casi
ocho décadas, la tradición antinómica nacida en el siglo XIX entre “unitarios y
federales”, con enormes consecuencias identitarias imbricadas en la psicología
social de la sociedad argentina. La cultura de los antagonismos perpetuos que
se expresan en míticas antinomias -como lo definió Pablo Mendelevich en su
libro “El país de las antinomias”- ha creado una manera de hacer política que
terminó reemplazando la identidad del “ciudadano” por la identidad del
“militante”, presuntamente antisistema. El uno -consciente o no- procura la
observancia de la institucionalidad republicana, aceptando las reglas del juego
democrático con la expectación al futuro y la idea de alcanzar una felicidad
personal. El otro, se aferra a la lucha, en pos de restaurar un “orden perdido”
en el que se empodere al “Pueblo”, como entidad supraindividual. En esa
confrontación se inscribe un constante retorno a la contradicción anodina de
una ilusión de verdad de secta, que deriva por inercia social en una amoralidad
fáctica en medio de una noria de ideas perimidas que reitera fracasos y
frustraciones anunciadas. Errar es humano -decía San Agustín- pero perseverar
en el error es diabólico, porque refuerza la anomia que lleva al desquicio
moral, que a su vez produce personas apáticas ante la injusticia y la
corrupción y finalmente consolida una penosa existencia, la inmensa pena de un
extravío.
© (*) http://afcrrhh.blogspot.com/
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