jueves, 5 de marzo de 2020

LA INMENSA PENA DE UN EXTRAVÍO...

Sociedad, cultura  y psicología política

La inmensa pena de un extravío
(vicisitudes de un país anómico)
Por Alberto Farías Gramegna (*)

“Sufro la inmensa pena de tu extravío…Siento el dolor profundo de tu partida ” - Lágrimas negras
“Le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir…” - J L Borges

I
nicio esta nota definiendo cuatro conceptos psicosociales disfuncionales: anomia, desquicio, apatía y extravío, apoyándonos en sendas definiciones de la RAE.
Anomia: Ausencia de ley / Conjunto de situaciones que derivan de la carencia de
normas sociales o de su degradación / Trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por su 
nombre.
Desquicio: Arg/ desorden; confusión.Ej:Todo en aquella sociedad era desquicio y corrupción”
Apatía: Impasibilidad del ánimo / Dejadez, indolencia, falta de vigor o energía.
Extravío: Desorden en las costumbres / Molestia, acción y efecto de molestar.
De la interacción de esta tetranomía surge una configuración actitudinal psico-socio-cultural que llamaremos “sesgo de escepticismo social”, que atraviesa a las personas y sociedades en las que se manifiesta aquella interacción.
Más que una secuencia más o menos lineal de efectos, en la práctica estos resultan dialécticos y reforzadores de las causas primeras: la anomia produce desorden que suele derivar en apatía, es decir, indolencia ante lo indeseado cotidiano que deviene incómodo y molesto; lo que provoca actitudes enrevesadas y a primera vista absurdas, pero funcionales a la conjura de las amenazas que aquel desorden y la anomia producen: trampa mata ley. Es un “caos organizado” instalado en la cultura que provoca una lectura amañada y distorsiva de la realidad: el hombre anómico lee los mensajes entre líneas y a lo manifiesto le supone siempre una intencionalidad oculta, en general antinómica.

Un país con el alma en pena

En el año 2002 publiqué una nota titulada “El argentino triste”. Comentaba una encuesta anónima (con valor de caso, no estadístico) a la sazón administrada a 50 personas adultas de clase media, interpeladas al azar durante sus tareas laborales cotidianas en diferentes lugares de Mar del Plata.
Preguntadas “¿Cómo definiría su estado de ánimo actual?”, dieron mayoritariamente respuestas típicas tales como: “Algo triste, por la situación del país”, “La esperanza es lo último que se pierde”, “Cansado/a, pero la sigo peleando” “Desesperanzado/a, aunque no voy a bajar los brazos” “Incrédulo/a” “Asqueado/a con los dirigentes” “Poca voluntad, pero no queda otra que trabajar y seguir adelante” “Bajoneado/a porque nunca se resuelven los mismos problemas” “Con ganas de irme del país, aunque no es fácil”, etc. Quizá hoy, 18 años después, las respuestas no fueran demasiado diferentes. Propongo la hipótesis que especula acerca de una tendencia instalada en aproximadamente 2/3 de la sociedad argentina (por fuerza generalizamos) que la emparenta más al pasado que al futuro. Un pasado idílico vinculado a un supuesto estado de gracia devenido del Estado encarnado en la persona de líderes omnipotentes y autoritarios. El concepto psico-sociológico de “personalidad básica” (Kardiner y Linton) explica la actitud y la motivación del “carácter nacional”: la nostalgia de lo no vivido. En este caso el vínculo al pasado se imbrica con la “pérdida inconsolable” del objeto amado e idealizado (el mítico relato), que lleva a una suerte de “duelo patológico”, nunca resuelto; como en la pieza teatral “Esperando a Godot”.
Por eso la sociedad habla siempre de los mismos temas del pasado como recuerdos del futuro, en clave de queja y haciendo “un tango de cada cosa”. En ese sentido creemos que la famosa y patética “grieta” ideológica, se entiende mejor si se plantea en términos de pasado y épica versus futuro y proyecto. El neurótico -Freud dixit- “padece de reminiscencias”, muchas imaginarias que no puede superar. En su texto “La neurosis de destino”, plantea que se toma el fracaso como una condena que ha de llegar siempre luego de un logro, un destino inevitable. En otro de sus trabajos, nos alerta sobre “los que fracasan al triunfar”, aparente contradicción lógica; que nos recuerda el aserto de un conocido dirigente peronista: “Los argentinos estamos condenamos al éxito” (sic).

De aquellos barros, estos lodos

¿Cuándo se jodió la Argentina?, parafraseando al personaje de “Conversaciones en la Catedral”, la novela de Vargas Llosa. Podríamos responder que a partir de un grupo cívico-militar con simpatías fascistas que rompió el orden constitucional en 1930. Luego vino la “Década infame” (no me refiero a la autodenominada “Ganada”, sino a la del 30) que desembocó en el golpe del 43 y habilitó el advenimiento del peronismo, primer populismo estructural que marcó a fuego “el ser nacional y popular” con una seudoideología pragmática de poder movimientista, allende la tradición partidaria liberal republicana. La iconografía y el discurso maniqueo de aquella época refundó y reforzó hace casi ocho décadas, la tradición antinómica nacida en el siglo XIX entre “unitarios y federales”, con enormes consecuencias identitarias imbricadas en la psicología social de la sociedad argentina. La cultura de los antagonismos perpetuos que se expresan en míticas antinomias -como lo definió Pablo Mendelevich en su libro “El país de las antinomias”- ha creado una manera de hacer política que terminó reemplazando la identidad del “ciudadano” por la identidad del “militante”, presuntamente antisistema. El uno -consciente o no- procura la observancia de la institucionalidad republicana, aceptando las reglas del juego democrático con la expectación al futuro y la idea de alcanzar una felicidad personal. El otro, se aferra a la lucha, en pos de restaurar un “orden perdido” en el que se empodere al “Pueblo”, como entidad supraindividual. En esa confrontación se inscribe un constante retorno a la contradicción anodina de una ilusión de verdad de secta, que deriva por inercia social en una amoralidad fáctica en medio de una noria de ideas perimidas que reitera fracasos y frustraciones anunciadas. Errar es humano -decía San Agustín- pero perseverar en el error es diabólico, porque refuerza la anomia que lleva al desquicio moral, que a su vez produce personas apáticas ante la injusticia y la corrupción y finalmente consolida una penosa existencia, la inmensa pena de un extravío.

 ©  (*) http://afcrrhh.blogspot.com/
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