(antinomias y polémicas argentinas)
por Alberto Farías
Gramegna
“Morfología: Parte de la lingüística que estudia las
reglas que rigen la flexión, la composición y la derivación de las palabras” -
RAE
“Que alguien pueda dar la vida por una idea no implica que
la misma refleje una verdad”- A. Relmú
L
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iteralmente “antinomia” significa nombres opuestos o
contrarios. Es el significante nominal y no aún el significado asociado y
denotado por aquel lo que aparece como oposición: blanco-negro, blando-duro,
derecha-izquierda, etc. Una palabra cualquiera denota (refiere formalmente a
algo compartido que puede ser descripto claramente y entendido por todos los
que comparten una lengua) y a la vez connota (ubica ese significado en un
escenario particular vinculado con otros significados y teñido de afectividad
singular). Es decir, la connotación de un término se aloja en última instancia
en cada persona a partir de una representación social compartida por el grupo
restringido al que esa persona pertenece. Si digo “mesa” pensamos formalmente
en lo que los semiólogos llaman “prototipo”: una tabla horizontal sostenida por
una base en general de tres o cuatro patas, etc. Pero si recordamos la mesa del
hogar infantil la asociaremos a emociones placenteras o displacenteras, según
el caso. De tal modo que las palabras no son cosas en sí, pero están cargadas
de aquellas cosas que las sostienen emergiendo de nuestra historia de vida. Además,
están atravesadas por pre-juicios, modas, mitos e ideologías. Las buenas para
unos y malas para otros. Cuando finalizó la última dictadura argentina, la
palabra “proceso” estaba cargada de valoración negativa por su inevitable
asociación política y su sola mención generaba malestar, por lo que se evitaba
su uso aún en otros contextos muy diferentes. En los años por venir no dudo que
pasará lo mismo con las palabras “grieta”, “relato” y “modelo”. Así somos,
mágicos y supersticiosos.
La
grieta: de la antinomia al antagonismo
Cuando una antinomia produce en interlocutores adherentes
a términos opuestos un efecto de connotación muy diferente y fuertemente
contrapuesto en la valoración, la moral y la ética implicadas, surge el
“antagonismo”, que literalmente significa “ángulos opuestos”.
Esta mirada sobre una misma cosa precisamente desde
ángulos opuestos es lo que, a la hora de evaluar un hecho objetivo (al menos en
su existente realidad) pueda ser “leído” y vivenciado de una manera tan
diferente: lo que para uno es un gesto digno de ser festejado y aplaudido, para
otro es una muestra de indignidad y mediocre necedad. En este punto sería fácil
cerrar esta curiosa situación diciendo que “todo depende del cristal con que se
mire” y por tanto podría deducirse que ambas miradas son válidas y verdaderas.
Pero en primer lugar validez no es lo mismo que verdad. Puede una costumbre
ancestral ser válida, en tanto legítima o incluso legal para un grupo o una
colectividad, sin ser por eso verdadera en los enunciados que sostiene. El
mundo humano está lleno de ritos y creencias que nada tienen que ver con la
verdad objetiva y material, no ideal, sino científica, de cómo suceden las
cosas. El antagonismo es tributario de una concepción dual e ingenua del mundo,
que construye “ismos”, nichos de identidad gregaria. Una mirada excluyente y
dicotómica, asentada en la lógica binaria del dilema: o una cosa o la otra. Es
propio del niño pequeño, del adulto inculto y poco educado y de los
ideologismos fundamentalistas percibir el mundo en blanco y negro. “Dios y el
Demonio”, “Bellos y Feos”, “Explotados y Explotadores”, etc. Las personas
ahogadas en prejuicios ideológicos de sesgo dilemático creen que todo se reduce
a una lucha épica entre el Bien y el Mal. Y claro, el Bien somos siempre
nosotros mismos. Los antagonismos sin base real suelen discutir cualquier cosa,
sosteniéndose en palabras antitéticas. Además, la veracidad de una afirmación
no depende de su efectiva demostración, sino de quien la dice, si es uno de los
“nuestros” o uno de “ellos”. Los unos y los otros, ubicados de cada lado de una
grieta vivencial, es decir que separa emocionalmente creencias y razones.
Del
relato a la polémica para todos… (y todas)
Más allá de los exabruptos del “lenguaje inclusivo”, la
preeminencia de la lógica del “dilema” y la prescindencia del planteo de una
cuestión como “problema” -propia del camino al consenso- lleva a una nueva
etapa del antagonismo: la polémica (del griego polemos: lucha), antitética del
diálogo (dia-logos: conocer a través de una con-versación).
Los interlocutores, ahora mudados a polemistas se hunden así en un enrarecido
clima donde reina una nueva antinomia: la de amigo-enemigo del “no sé de qué se
trata, pero me opongo”. El fin de esa polémica será someter al otro, negarlo
para que solo quede un pensamiento, el verdadero, el mío.
El polemista -al contrario que el dialogante- no escucha
el fundamento del otro porque ya lo ha descalificado de antemano, solo quiere neutralizarlo
desde un argumento excéntrico a lo que se pretende discutir: digas lo que
digas, lo tuyo no tiene valor porque yo he decidido que tus valores no son
buenos, porque no son los míos. Por eso es que resultará frecuente que el
polemista recurra a descalificaciones morales, críticas personales o etiquetas caricaturescas
sociales, de género o políticas, que nada tienen que ver con el contenido que
se discute.
En primer lugar, si presuntamente sus intereses difieren
de los míos, no tiene derecho a hablar y en segundo lugar el polemista no ve en
su interlocutor a una persona sino a uno de “los otros”, porque él mismo forma
una parte indiscriminada de un colectivo ideológico, que alienta el
“pensamiento único”. Como en las absurdas y patéticas polémicas del circo
mediático o en el café sobre un partido de fútbol, el “ustedes” y el “nosotros”
definen corporativamente a quienes discuten presuntamente sobre algo que en
realidad no está fuera de ellos mismos, de algo sobre lo que paradójicamente es
lo único en que acuerdan todos y que finalmente es…nada.
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