El
sublime egoísmo de votar
Por
Alberto Farías Gramegna
V
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es una saludable costumbre porque constituye la médula de todo mecanismo
democrático, la condición necesaria que nos recuerda que la soberanía es ante
todo un acto de libertad. Por eso, votar no debiera pensarse burocráticamente
como un deber obligatorio, sino como el derecho sublime de un ciudadano. En
alguna medida la obligatoriedad quita lo esencial del acto: la voluntad anclada
en el poder del individuo. La mayor motivación del “hombre político” no es la
ideología (entendida como el sistema de ideas con el que se filtra y se recrea
la realidad), sino la más rústica necesidad de sentirse parte de algo
trascendente que lo complete en su sentimiento de carencia. Y ese algo es la
vivencia de ser uno y muchos al mismo tiempo, es decir lo que los psicólogos
sociales llaman la “identidad grupal”.
Pues
bien, la democracia (demos: pueblo y kratos: autoridad; gobierno) resulta la
expresión de esta contradicción lógica: el poder del grupo universal a partir
de la voluntad del individuo particular. Esa voluntad encarnada en el sujeto
del comicio se pone en acto al sufragar y el resultado es la singular ilusión
de ser representado en la figura de otro (el elegido por los votos).
Luego
la idea del voto soberano presupone entonces, no un partícipe “en sí”, sino un
sujeto autónomo, un actor con conciencia “para sí”. El tal sujeto persigue coadyuvar a una meta y
un escenario futuro, donde él mismo se incluye como actor y beneficiario de
logros y reivindicaciones, que -aunque pensados como consecución del “bien
común”- son bienes que en primer lugar quiere para sí mismo, buscando consagrar
su estilo de vida o quizá tan sólo una meta más modesta: paliar sus carencias o
consolidar sus intereses genuinos o tal vez no. Aquí aparece la razón del
título de esta nota: subjetivamente examinado, votar es un acto vital de
profundo y legítimo egoísmo.
Elogio del ciudadano
Quizá
el lector se sienta contrariado, ya que la palabra “egoísmo” está cargada
negativamente, porque en épocas de solidaridad inclusiva no parece
“políticamente correcto”. Un lamentable malentendido, porque en sentido
profundo el egoísmo es el sostén de la autoestima personal y el motor de
cualquier gesto de vida en sociedad. Cuando el egoísmo se quiebra, el Yo se
desprecia y el hombre pierde la motivación para vivir en comunidad.
Su presunto
opuesto, el “altruismo”, no es más que una forma trascendente, social e
idealizada de egoísmo. Otra cosa es el “hombre masa”, a-reflexivo, alienado en
la palabra tribal del demagogo que lo somete, lo niega al adularlo y lo
disuelve como ciudadano, para mudar en efector obligado del discurso
manipulador. Por eso, un sistema democrático auténticamente liberal, de esencia
republicana se consolida anónimamente cuando cada sujeto vota concientemente por
lo que él define como “sus intereses egoístas” y no por relatos populistas de metas
abstractas dibujadas en el horizonte ideológico del discurso universal, con las
que, eventualmente, pudiera en lo cotidiano sentirse extraño, lo que es una
forma de enajenación cognitiva.
Pero
atención: esos intereses personales egoístas, pueden
ir desde la idea romántica de un mundo donde al sujeto le gustaría vivir, hasta
la necesidad de tener una buena iluminación en la esquina de su casa. De lo
macro a lo micro. De lo filosófico a lo cotidiano. Por esto último una
democracia moderna y efectiva, alejada de los burocratismos y las demagogias
populistas, exige en el plano político, agilidad, transparencia, capacitación y
búsqueda de calidad en el desempeño de sus funcionarios. Y eso sólo se obtiene
con la modernización de los sistemas administrativos, control eficaz y
eficiente de gestión y capacitación del recurso humano que integra los
organismos oficiales. Una utopía necesaria, se diría imprescindible, tal como
dijo San Martín en referencia al cruce de los Andes.
La utopía imposible
pero imprescindible
Aún
estamos lejos, muy lejos de aquel ideal y quizá nunca se alcance plenamente.
Soy optimista pero no iluso. Nuestra
cultura política, la del país banal de la simulación, las desmesuras, la
charada y el pensamiento mágico -enraizada en una sociedad prejuiciosa,
dicotómica y reactiva- gira en una noria de vaguedades, donde siempre se vuelve
sobre los mismos pasos, buscando el pasado mítico irredento. Todo recomienza
sin análisis meticuloso de lo actuado, sus aciertos y las causas posibles de
los fracasos. Mandan los hábitos por sobre la reflexión y el análisis técnico.
No
suele haber gestión acumulativa de sucesivas administraciones, producto de la
continuidad de acertadas políticas de Estado sobre educación, seguridad, salud,
industria, agro, promoción laboral, vivienda, ciencia, política exterior,
transporte, defensa, obras públicas, esquema impositivo, reforma política, etc. La ineptitud o la negligencia suele ser
explicada por los mismos gobernados de manera simplista como “pugna de
intereses sectoriales o personales”.
No es que no existan, sólo que no alcanzan
para explicar los fracasos o la decadencia. Se pueden defender esos intereses
haciendo racionalmente lo que hay que hacer, con responsabilidad, jugando con
las mismas reglas legales, donde oficialismo y oposición sean sólo dos caras de
una misma moneda constitucional, como en muchos países desarrollados. Al mismo
tiempo, históricamente, las pugnas electorales se conciben basadas más en
“slogans” o chicanas, que en la discusión de ideas y proyectos concretos. De
tal suerte muchos electores deciden una y otra vez sin convicción, sin análisis
de propuestas concretas sobre políticas públicas, alimentados frente a la urna
por alguna intuición de último momento, por una reacción visceral producto de
sus enfados o desilusiones o simplemente por un iluso acto de fe en el dogma salvador
de turno.
Votar periódicamente es la pata pragmática de una democracia en una
“sociedad abierta” , al decir de Karl Popper, y por eso no la agota. La
condición de hombre político, del ciudadano, es la otra pata del sistema. Por fin
el tercer sostén es sin duda el protagonismo.
El
ciudadano protagoniza como tal a partir de la observancia de sus deberes y
derechos en el marco de la Ley, al menos así debiera ser. Las múltiples formas legítimas
de protagonismo activista en organizaciones sociales o políticas, desde luego incluyen
la calidad de ciudadano pero no la definen en su esencia, ni la reemplazan. Voto,
ciudadanía y protagonismo individual: tres factores para consolidar un sano
“egoísmo democrático” que reivindique positivamente la política en libertad
como factor nodal de convivencia.
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