lunes, 23 de septiembre de 2019

ESPERANDO A GODOT...

Sociedad, cultura y psicología política.  
Eufemismos, circunloquios y paráfrasis en el país del absurdo.

Esperando a Godot
(de la incertidumbre y la profecía autocumplida
al eterno retorno y el mito de Sísifo)


Por Alberto Farías Gramegna

“-Vladimir:¿Qué..Nos vamos?
 -Estragón: ¡Sí nos vamos!.. (pero ambos se quedan inmóviles y cae el telón) – Escena final de “Esperando a Godot” de Samuel Beckett

“La Historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa” - Karl Marx 
(en el “18 Brumario de Luis Bonaparte”)

“Se repite aquello que se ha reprimido o aquello que se ha olvidado y no mediante una expresión verbal sino mediante una acción. Se repite para superar la amnesia, por lo que la compulsión a repetir, sustituye al impulso de recordar” -  Sigmund Freud en “Recordar, repetir y reelaborar”

“Es insano hacer siempre las mismas cosas y esperar diferentes resultados”- Albert Einstein

“El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra” - Proverbio popular

"Errar es humano; perseverar en el error es diabólico" - Aurelio Agustín de Hipona (San Agustín)


D
esde una definición llana y cuasi tautológica, “incertidumbre” es “la ausencia de certidumbre”. Esta última remite a la evidencia o la certeza de algo, de una cosa o un suceso. De lo que se sigue que cuando una persona o una sociedad atraviesan un momento de incertidumbre, no disponen de certezas, definiciones o conocimiento acerca de un suceso, de lo que acontece realmente o acontecerá en un futuro inmediato o mediato. La incertidumbre tiene efectos complejos sobre la conducta porque predispone a actuar erróneamente o a la parálisis; a la espera ansiosa en unos, a la postergación de la acción en otros y aún a la simple negación de los hechos, en algunos más.

Al tiempo que genera ansiedad, y con arreglo, a la personalidad de cada quien, incluso produce angustia ante el no saber. La incertidumbre, además, incide sobre la dinámica y el desarrollo de los proyectos personales y por tanto ralentiza o paraliza el crecimiento en dirección a una meta, situación que multiplicada resulta finalmente -y fatalmente- una frustración colectiva.

Pero ¿qué sucede en una sociedad, grupo o individuo, cuando la incertidumbre inicial, por efecto de la intuición o del entorno fáctico, muda en su contrario: esto es, la creencia acerca de una mayor probabilidad de que un suceso acontezca sobre otro presuntamente menos probable, sea deseado o no deseado? (Esto último es indiferente ya que no incide para nuestro análisis). Pues que se configura lo que se conoce como efecto de “profecía autocumplida o autorrealizada”; un concepto muy conocido en la sociología del comportamiento de los grupos.

La profecía autocumplida

La “profecía autocumplida” es un concepto heurístico acuñado por el sociólogo Robert K. Merton y refiere a una predicción que una vez formulada es en sí misma la causa única de su probable efectiva realización. Parafraseando a aquel autor, la “profecía” a la que nos referimos es en principio formalmente “falsa”, ya que no hay veracidad demostrada acerca de su efectivo acontecimiento; es sólo un deseo o una suposición, pero su sola formulación instala un escenario especulativo compartido y una situación imaginaria que despierta un “nuevo comportamiento” individual y social, haciendo que la falsa concepción original del presunto hecho o situación, se torne “verdadera” y finalmente acontezca en la realidad. No por efecto de “magia” alguna, sino por sumatoria del comportamiento colectivo, que responderá a la convicción previa. La conducta humana responde al principio piagetiano del “a priori al final”, es decir construye sus propias causalidades al final de una direccionalidad motivacional. 

La motivación “construye la causalidad”, que resulta a la vez efecto y causa de sí misma. Una vez acontecido el hecho “profético”, tiene la potencia de “confirmar” retrospectivamente la convicción inicial, y darte valor de verdad esencial preexistente: se piensa que “el hecho ocurrió porque estaba allí desde siempre, predestinado a ocurrir determinísticamente”. Una derivación de la profecía autocumplida es el “efecto Pigmalión” (descripto por R. Rosenthal), acerca de cómo las expectativas de una persona sobre otra puede tener efectos en el cambio de comportamiento de ésta última, ya que todo lo que haga será interpretado por ambos, según el filtro perceptivo del que ejerza una motivación ascendente sobre el otro, por ejemplo un profesor con su alumno.
La idea de Destino es connatural al pensamiento mítico y religioso desde los orígenes de la Humanidad. Es hijo de las supersticiones, el conformismo y la profusa y supina ignorancia original del hombre.

El “Destino” es el otro nombre imaginario de la “Condena”, sea al fracaso o al éxito, tal como pretendía adjudicarle a la sociedad argentina un tradicional político del populismo vernáculo. Y una vez aceptado el determinismo, la sociedad reitera sus creencias en lo que paradójicamente piensa como “condena inmerecida”, pero que es al mismo tiempo ilusión de redención merecida. Insiste en el camino porque cree en él, aunque nunca llegue donde dice querer ir. Y es que alguna vez, sus ancestros aparcaron en la posada imaginaria en busca de un lecho de rosas que les ofreció Procusto (quizá era Godot disfrazado de posadero) y a cambio les cortó las piernas, para que cupieran en un Nuevo Orden demagógico, que ahora persiste en padecer de reminiscencias. Sus descendientes siguen esperando el reino de la gratuidad colectiva, sin darse cuenta que ya no tienen piernas. 
El “pueblo” encarnado en el ser populista que anida en la cultura colectiva, sigue esperando. Otra vez: Espera a partir de una ilusión paradojal, porque es ilusión de un pasado en gran parte mítico que al reiterarse no apunta a esperar algo de un futuro sino de repetir un pasado que no es, en otras palabras, espera alucinando. En palabras de Freud: “Es el retorno de lo reprimido. Repite para no recordar lo que lo angustia” Es un eterno retorno a lo mismo. Así el círculo se cierra, como la espantosa condena de Sísifo.

El eterno retorno de Sísifo

La compulsión a repetir es un síntoma propio de los sujetos “neuróticos”. Y expresa el miedo morboso al cambio. (“Cambio” es una palabra que atemoriza y amenaza a la mayoría de la sociedad argentina, porque la saca de su “zona de confort” y afecta intereses malsanos y desvaríos varios) Miedo al cambio decíamos, porque el problema del neurótico (y de las sociedades de una cultura neurotizada, permítaseme el término) es su identidad incierta: qué y quién es y qué  y cómo quiere ser. Se prefiere “lo malo conocido que lo bueno por conocer” (sic). El neurótico se acostumbra al sufrimiento y se enamora de él, como la víctima del secuestro se enamora del secuestrador, tal como lo vimos en el “síndrome de Estocolmo”. Salir de la “zona de confort”, -que no significa bienestar necesariamente sino confortable acostumbramiento a la rutina, aunque esta sea masoquista- es muy difícil y es el núcleo de la resistencia al cambio. Vemos como multitudes prefieren vivir en el límite de la precariedad, recibiendo un subsidio sin trabajo, a crecer humana y económicamente e intentar construir un futuro basado en la cultura del trabajo y el progreso personal. La ambición de mejorar a partir del esfuerzo, más allá o más acá de los contextos complejos y no siempre facilitadores de las crisis socioeconómicas, no entra en las expectativas culturales de enormes masas de la población subsidiada. Todo esto es parte de los conflictos del crecimiento y de los modelos identificatorios retroactivos o proactivos. Más de 80 años de cultura populista de derechas e izquierdas, han creado generaciones que todo lo esperan del Estado, una visión del mundo centrado en un modelo estadocéntrico y de la consecuente “estadolatría”, que hace que una gran mayoría de la población argentina clame y reclame crónicamente por sus interminables y opinados derechos sin tener en cuenta sus deberes como ciudadanos. Por eso se trasgrede y se ignora la Ley cuando se trata del cumplimiento de estos últimos, y se judicializa cualquier cosa cuando se trata de obtener los primeros.
Hace décadas que la argentina es una “sociedad anómica”, en términos de Émile Durkheim, esto es que ignora las normas. Es una cultura de la transgresión crónica, de saltarse las reglas, de “zafar” y de la coima para llegar “por izquierda” (sic).

El aserto contundente de Einstein acerca de la insanía de las expectativas de hacer lo mismo esperando algo distinto, al estilo “gatopardístico” (en alusión a la novela “Il gattopardo” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa) de que “algo cambie para que nada cambie”, no aplica en su totalidad a las sociedades de mayorías poblacionales con creencias deterministas como la nuestra, porque aquel aserto presupone en cierta medida un libre albedrío en las opciones, es decir una libertad de conciencia electiva. Sin embargo la sociedad corporativa se ata a un Destino de reiteración de los mismos problemas y las mismas conductas. Por momentos pareciera no querer escuchar “los cantos de sirena” y una minoría ciudadana imita a Ulises asido al palo mayor de su navío (La República), pero luego cede ante “la necesidad” y el pragmatismo del “ser argentino”, siempre navegando entre “Escila” y “Caribdis”, es decir entre fundamentalistas del Estado y fundamentalistas del Mercado. Cada repetición de un mismo hecho parece distinto pero nunca se resuelve y todo vuelve a empezar, cada vez como un juego farsesco, una puesta en escena, un “cómo si” vaciado de contenido, y dilapidando esfuerzos, sabiendo que la meta nunca se concretará, como en el Destino de Sísifo, el astuto, tramposo y ladino rey de Corinto, que por sus mentiras y desafíos a Zeus, fue condenado a subir una enorme roca a lo alto de una montaña y cuando la roca llegaba a la cima, caía nuevamente al llano, condenándolo a subirla nuevamente y así como su destino terrible por la eternidad. Es que  cuando se cree en un determinismo cultural asentado en dogmas tribales y relatos populistas que excluyen la iniciativa personal del ciudadano y la convicción del esfuerzo para el logro de metas racionales, todo intento de cambiar los medios para alcanzar otros fines fracasa, sencillamente porque los actores no ven esa necesidad: lo esperan todo del líder mesiánico, con sesgo divino. En una suerte de necia conjura autodestructiva, esperan a Godot.

Esperando a Godot

Una y otra vez, pero esa repetición es un eterno retorno de lo mismo y lo diferente a la vez. El mito del “eterno retorno” y el tiempo que vuelve a empezar, tal como lo ve Nietzsche en el capítulo de Zaratustra, es una visión de circularidad diferente a la linealidad del progreso, porque supone que la repetición de lo mismo, al repetirse no sería exactamente lo mismo, porque cada instante es único. 

Aquí veo una conexión, tal vez antojadiza, del aserto de Marx desde una mirada muy diferente de la flecha del tiempo, cuando dice que la Historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa. Es que lo farsesco reside en el discurso social que no se apunta a la acción transformadora real, sino en el “acting out”, dirían los psicoanalistas, en el gesto impulsivo sin el análisis, el absurdo con forma de piquete que espera presionar en la calle una respuesta del Estado, destinada al fracaso, porque no resolverá la esencia del problema: la “estadodependencia” de más de la mitad de la población argentina, que espera y espera que la solución venga de afuera de su propia iniciativa. Inermes, inmóviles en sus mezquinos intereses sectoriales, unos pocos corruptos viven del esfuerzo de la parte de la población que produce riqueza y otros muchos improductivos de los subsidios del Estado, que se concentra en la exacción y coerción impositiva desmesurada, para paliar el déficit fiscal que no cesa porque cada vez los más piden más y más. Y mientras tanto todos esperan y esperan, cada uno a su manera, en la gritería callejera de la masa enardecida o solitario, como el hombre de Roberto Arlt. Esperan a quien no vendrá.

Son nómades erráticos de una ideología desquiciada, como los personajes del teatro del absurdo de Beckett, que incapaces de un proyecto autónomo de vida, dependen de la llegada de un fantasma, que nadie dice qué traerá, ni para qué vendrá. Godot, cuyo inicio del nombre remeda a Dios en la lengua inglesa, es una ilusión tóxica, que paraliza a los personajes. Al igual que en el teatro del absurdo, en una nueva versión farsesca de su drama histórico, Argentina (al menos una gran parte de su población filopopulista) espera presuponiendo la nueva llegada de una pareja mesiánica “salvadora” de la propia responsabilidad, al estilo de los grupos que el psiquiatra inglés Wilfred Bion llama “grupo en pre-tarea”, en la fase de dependencia, que no le permite crecer y desarrollar un proyecto sinérgico autónomo y adulto, aprovechando “los beneficios de la libertad”, como reza una frase de la Constitución Nacional, que en sus preclaros y olvidados textos nada dice de un tal Godot.

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