Psicología y Sociedad
(acerca
del “carácter nacional” y el miedo a competir)
por
Alberto Farías Gramegna
“La identidad social anómica, a diferencia de la identidad social
competente, es anémica en la motivación para cambiar, innovar, competir y
crecer. Teme porque carece de normas a las que referenciarse. Una actitud
tiende
a lo estático, la otra está siempre en movimiento.”- Xavier Orozco
“El eterno contraste
de las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha
entre dos
grandes actitudes, que agitan la mentalidad
colectiva: el espíritu conservador o rutinario y el espíritu original
o de rebeldía.” - José
Ingenieros (El Hombre
Mediocre)
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as sociedades son escenarios en donde las personas actúan personajes encarnando roles, desde los roles familiares hasta los socio-laborales. Ellos nos definen, nos orientan, nos limitan y nos sujetan a las tareas prescriptas y esperadas: que el profesor en el aula enseñe, que el padre en la casa oriente, contenga y proteja, que el actor en la sala teatral simule el personaje que indica el guión de la obra, pero sin dejar de ser él mismo cuando termine de actuar. A esto se le llama “expectativa de rol”. Siendo el rol una función operativa que sostiene una rutina de acciones y discursos desde un personaje, cuya dinámica es interactiva, ya que todo rol implica por defecto un contra-rol: no hay padre sin hijo, ni profesor sin estudiante, no hay democracia sin ciudadanía, ni república sin instituciones, ni libertad sin ley.
La
persona y su personaje
Pero es necesario diferenciar al “personaje social” del “personaje teatral”; es decir, a la persona que actúa el personaje de sí mismo, de la del actor que actúa personajes ficcionales. Son formatos diferentes en su dimensión biunívoca de realidad-ficción y su elemento diferenciador nodal es la “identidad”. El personaje social se fusiona con la persona que lo actúa sesgando y modelando su identidad, en tanto que el personaje teatral es solo una simulación consensuada que no altera la identidad del actor, salvo obsesión patológica. En el primer caso una parte importante de la identidad personal está condicionada por el personaje social y actuamos respondiendo al tipo de “expectativas sociales” que la cultura nos propone. La calidad de aquellas expectativas sobre las actitudes responsables o irresponsables de un personaje social determinará el mayor o menor conformismo o insatisfacción del sujeto ante su propio comportamiento de rol. Por ejemplo ser o no ser competente y no temer o temer competir. En similar sentido José Ingenieros en “La simulación en la lucha por la vida”, señala la búsqueda de semejanza congruente entre el organismo (en este caso nuestro sujeto) y medio ambiente (la cultura social).
Los sociólogos y antropólogos sociales han investigado lo que llaman el “carácter nacional” y la “personalidad básica social”. Ambas nociones pueden ser definidas simplistamente como la forma de ser, pensar y ver el mundo de un colectivo cultural, más o menos homogéneo en un momento histórico dado. Por ejemplo: en una sociedad anómica (con crisis en sus normas y valores) y mediocre en sus expectativas de progreso, el hombre mediocre (diría Ingenieros) o en otro orden, un sujeto amoral, no se perciben como tal: “Es lo que hay”, se suele naturalizar. La identidad social anómica se caracteriza por un debilitamiento de la motivación para cumplir con las normas y preservar valores de consideración social con el prójimo. Es una identidad oportunista y discrecional. ¿Pero qué lugar ocupa la personalidad de cada uno en esta interpretación del comportamiento social? Veamos.
Personalidad, rol y actitud competente
Más allá de las crisis
sociales severas, (como por ejemplo, la actual pandemia que afecta a todas las
sociedades del planeta) la personalidad de cada persona perfila solo una parte
de la efectividad y la ponderación del rol social, es decir lo hace más o menos
flexible a las exigencias ordinarias o extraordinarias de la situación: se
puede cumplir o no correctamente un rol, tanto en situaciones cotidianas
normales como anormales y en ambos casos ser más o menos expresivo, empático,
operativo, responsable, solidario, etc. Pero, como dijimos, es el contexto
socio-cultural el que finalmente más influye sobre el hacer o no hacer del ser.
Contrariamente a lo estático de la actitud anómica, un saludable proceso dinámico necesita una actitud asertiva y una identidad de rol socio-laboral orientada a obtener una cada vez mejor performance de calidad y superación buscando la excelencia, sin dejar de ser uno mismo en la individualidad del ser y sin dejar de observar los derechos del otro competente. Competir es jugar con reglas consensuadas. Esto es “ser competentes para competir”. Entonces las cuatro variables que inciden significativamente en el perfil de la identidad social son: personalidad, rol laboral, actitud y competencia. Competir -además de tener la necesaria “competencia de rol”- es cotejarse con otros actores sociales aceptando las reglas del juego de roles e intereses que le dan sentido a la convivencia en la diversidad. Es exponerse cívica, profesional y humanamente a la valoración del otro, en el respeto a su libertad ante la oferta de mi propia presunta excelencia que pongo a consideración de los demás. Sin competencia no hay otro diferente, no hay opción ni elector, ni posibilidad de valoración legítima. Ningún atleta será consagrado “el mejor” si corre solo. Ninguna sociedad crece en calidad, proactividad, creatividad y productividad sin competencia en libertad. Las experiencias históricas de los regímenes autoritarios que desalentaron o disolvieron la competencia en nombre de una supuesta igualdad de potencialidades, (cuando lo deseable es crear condiciones de desarrollo para ir a más igualdad de oportunidades) lograron finalmente disolver la voluntad de superación del ciudadano medio y mataron su ambición de crecer y mejorar, dejando una masa amorfa de mediocres burócratas estatalizados y sociedades desmotivadas.
Miedo a competir
El miedo a exponer las
ideas innovadoras sin especulaciones, las diferentes competencias personales y
profesionales por temor a mostrar posibles debilidades, hace que los sujetos
renuncien también a mostrar sus importantes fortalezas, muchas veces ignoradas.
El temor a descubrir los defectos (y poder superarlos) aleja a las personas de
la posibilidad de sentir orgullo por sus virtudes.
En el mismo sentido, el miedo a competir en una sociedad libre y abierta es propio del “hombre mediocre” que crudamente describe Ingenieros. Es también el miedo a la libertad que señalaba Erich Fromm al iluminar una de las problemáticas más apasionantes de la Psicología: la inextricable y compleja relación entre sometimiento y libertad. La competencia implica el desafío de poner en juego capacidades, valores y esfuerzo vital, de ganar o el riesgo de perder, pero asegura la dignidad humana. En el resbaladizo terreno de las neurosis y sociopatías, Sigmund Freud escribió “Los que fracasan al triunfar”. Quizá lo inverso sea igualmente cierto: muchas personas como las mismas sociedades no tienen éxito porque nunca se animaron a correr el riesgo de competir, aunque puedan fracasar. Por ese temor neurótico no cambian…y paradójicamente si insisten en ese camino, fracasan, fracasan una y otra vez.
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