Mientras dura la pandemia…
por Alberto Farías Gramegna
“El que turba su casa, heredará
viento…” - Proverbios 11:29
Hermenéutica: Técnica o método
de interpretación de textos. La hermenéutica se remonta a la exégesis bíblica y
a la explicación de mitos y oráculos de la antigua Grecia - RAE
Se dice que el miedo puede hacernos gritar o dejarnos mudos. Puede
enfurecernos para controlarlo y someterlo o angustiarnos hasta la negación de
la realidad. El miedo es el argumento de la razón y la prisión del corazón.
La furia, su libertador cuando todo se da por perdido. El miedo es siempre una respuesta a una amenaza real o imaginada (física, psicológica, social, cultural, natural: enfermedad, inseguridad, exclusión, desempleo, anomia cultural, desamparo afectivo, etc.). Es constitutivo de lo humano tanto como la palabra, y por eso mismo ambos pueden ser, según las circunstancias, la mejor o la peor respuesta ante la realidad externa e interna, es decir ante lo objetivo y la subjetividad que su percepción conlleva. |
Lo peor de
la parroquia: miedos, escraches, xenofobias y otras normalidades
El “hombre normal” es expresión de la norma estadística. Si acaso esa norma social -que tiene siempre
implícitos efectos normativos: “donde fueres haz lo que vieres”- muda en sus valores morales, por ley la
mayoría de los sujetos de esa sociedad tenderán a adaptarse acrítica y
dramáticamente a esa nueva escala axiológica para no quedar afuera del rebaño.
Los sociólogos lo llaman “temor al desvío de la media sociogrupal”. Ese
corrimiento a la mayoría es silente, es decir de eso no se habla, pues es más
fácil ir con la corriente que contra ella, como nos muestra el clásico teatral
“Un enemigo del pueblo” de Ibsen, aunque con tiempo suficiente siempre se
constate aquel irónico apotegma de
Machado: “La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”. Así las
cosas, el miedo como negación de la palabra es en principio miedo a hablar del
miedo y por tanto se instala en el sujeto como un socio del silencio, posible
efector potente de alienación social que puede llegar a la deshumanización y la
parálisis personal. Phillips
Zimbardo nos recuerda que en nombre del
miedo se pueden obedecer órdenes indignas, se puede vender el alma y se puede
denigrar o torturar a un semejante sin siquiera conocerlo, como en el
impactante experimento de obediencia a la autoridad de Milgram, o en nombre del
discurso dominante de una ideología fanática, a la que se puede adherir también
por miedo al vacío existencial que da el agnosticismo secular de la
postmodernidad anómica, porque a veces la razón provoca más miedo que la
irracional ilusión.
Es que nacemos desnudos y libres, pero también carentes, física y
psicológicamente dependientes, y luego al socializarnos la misma libertad nos
da miedo, tal como demostró Fromm en su
“El miedo a la libertad”, un clásico sobre la lucha del hombre por ser
él mismo, con su identidad libérrima por sobre los temores adocenados, las
mediocridades de la sociedad “políticamente correcta”, las identidades corporativas, los fanatismos
y las ideologías de dominio sobre la vida de los otros, las ideas delirantes
sobre las ingenierías sociales al estilo de la “Naranja Mecánica” , porque
libertad, razón y crecimiento son
solidarios y enemigos del dogma.
Los unos y
los otros, todos confinados
Recientemente, un equipo de investigadores del CONICET, realizó una encuesta comparativa en dos etapas a
personas en situación de confinamiento obligado, y encontró que el motivo de
preocupación predominante se modificaba a medida que el tiempo transcurría: de
temor al contagio primero, luego los conflictos de convivencia y la
desorientación ante la ruptura brusca de las rutinas y finalmente, lo que
permanece hoy: la supervivencia económica por el colapso de los ingresos.
La Argentina a la que llegó la pandemia es hoy una sociedad construida sobre
un conjunto de miedos colectivos, mitos persistentes, oquedades ideológicas,
mentiras, crímenes oscuros y silencios complacientes, (antes que de fortalezas
institucionales, esperanzas racionales y
proyectos sustentables) a la que, una vez terminada la crisis del COVID-19,
habrá que empezar a de-construir para re-construir luego en sus valores cívicos
republicanos, que han sido destruidos por años de dictaduras y populismos,
modelando una cultura del facilismo subsidiado y el pensamiento mágico, que
naturaliza lo contingente. Y esa misma lógica lleva a pensar en la
imposibilidad de cambiar, de reinventarse culturalmente, porque esta creencia
resulta funcional a lo no dicho: resistencia al cambio y temor a la incomodidad
de salir de la “zona de confort masoquista”, -por el beneficio secundario que
se obtiene, pero también por el desgaste que supone mantenerse allí- aunque esta inercia mental implique un
innegable oportunismo moral que una y otra vez
hace que algo cambie para que
nada cambie. Por décadas inmadura, mayoritariamente la sociedad ha elegido
fascinarse con mitos edificados sobre estilos autoritarios de interacción
social que resultaron luego seudo-liderazgos demagógicos. Quizá esta crisis
global extraordinaria, de terribles efectos sanitarios y económicos, sea para
esta sociedad criolla, -si es que tiene la talla- una oportunidad para “barajar
y dar de nuevo”, es decir para corregir un rumbo de colisión reiterado por
décadas, y evitar que las nuevas generaciones sólo hereden el viento.
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